
Felipe IV el Grande, llamado también el Rey Planeta, impulsó una política de unificación nacional en varios niveles: se fomentó el crecimiento demográfico; se impulsó la educación, dando cuerda a los jesuitas; se realizaron reformas legales para unificar la dispersa normativa; se acometieron reformas administrativas, tomando medidas para luchar contra la corrupción existente; y se aprobaron reformas fiscales con el fin de mejorar la recaudación. Sin embargo, estas actuaciones chocaron de lleno con la oposición de la influyente nobleza, quedando la mayoría en agua de borrajas.

Especialmente preocupante fue el fracaso al intentar aumentar los impuestos a la nobleza, ya que los ingresos no aumentaron lo esperado pero los gastos se dispararon a causa de la costosa política exterior, que luego analizaremos. Felipe IV y su valido el conde-duque de Olivares tuvieron entonces que recurrir a lo que ahora se llama ingeniería financiera, es decir, a inventarse cosas con tal de sacar pasta por donde fuera: subida de impuestos a las clases bajas; venta de juros y cargos públicos; devaluación de moneda; préstamos a banqueros judíos; incautación de metales procedentes de las Indias; nuevas contribuciones de las Cortes de Castilla; y, en última instancia, la bancarrota. Todo fue insuficiente para la política imperial, España sufrió una recesión económica gravísima acompañada de una inflación galopante.
Otro sonado fracaso a nivel interno fue la Unión de Armas, mediante la cual el monarca intentó asegurar la capacidad militar del imperio, forzando a cada uno de los territorios que lo formaban a aportar un número de tropas fijo, así como su mantenimiento económico. Hasta entonces Castilla venía soportando el peso económico y humano de la política exterior de los Austrias y sus incesantes guerras en Europa, y así siguió siendo ya que la Unión de Armas fracasó por la oposición interna, especialmente de Cataluña y Portugal.

En el plano exterior, el reinado de Felipe el Grande comenzó con una serie de ofensivas contra los protestantes holandeses en el marco de la Guerra de los Ochenta Años, iniciada durante el reinado de Felipe II, cosechando significativas victorias como la conquista de Breda por Ambrosio de Spínola o la defensa de Cádiz frente al desastroso ataque anglo-holandés. Para estas mismas fechas, 1625, Gustavo II Adolfo el Grande ya se había hecho con el control de toda Livonia y preparaba una nueva ofensiva hacia Prusia, bajo control polaco, que conquistó al año siguiente. En 1627 acuden en auxilio de la católica Polonia tropas del Sacro Imperio Romano Germánico, las cuales asedian la ciudad de Stralsund, aliada de Suecia. Aunque Polonia estaba vencida y se vio obligada a firmar la Paz de Altmark, cediendo a Suecia sus accesos al Báltico, los suecos se preparaban ya para implicarse definitivamente en la Guerra de los Treinta Años. Por su parte, en 1628, los españoles sufrían la desastrosa pérdida de la flota de Indias a manos del holandés Piet Heyn, quien se hacía con más de once millones de florines, que al cambio vendrían a ser una barbaridad de euros, céntimo arriba o abajo.

Los ejércitos imperiales, ahora bajo mando del conde de Tilly, ya que Wallenstein cayó en desgracia, no pudieron frenar el avance sueco hacia el Oder e intentaron mantener el control de la cuenca del Elba capturando la ciudad de Magdeburgo, el principal bastión protestante de la zona, la cual fue saqueada siendo asesinado el ochenta por ciento de su población.

El emperador Fernando II tuvo que llamar nuevamente al defenestrado Albrecht von Wallenstein para arreglar el desaguisado, el cual aplicó una estrategia conservadora eludiendo un enfrentamiento directo con los suecos y atacando a sus aliados protestantes, amenazando de ese modo las líneas de comunicación enemigas mientras se disponía a pasar el invierno acantonado.

Gustavo II Adolfo, lejos de jugar este juego, atacó el campamento imperial en pleno mes de noviembre de 1632, forzando la sangrienta batalla de Lutzen, en la cual encontró la muerte combatiendo en primera línea. Aunque los suecos se alzaron con la victoria, la eliminación de la figura irremplazable del monarca sueco debilitó considerablemente al bando protestante.
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