lunes, 14 de agosto de 2017






Siempre en la oscuridad, la voz no tiene sentido.

El frío trono de piedra, las duras aristas que tras incontables eras se han quedado romas. Rodeado por secuaces que cada vez se me antojan más inútiles. El aburrimiento. Esa odiosa risa del Jardinero. ¿Cómo consiguió que cayera en su trampa? Me maldigo una y otra vez. Más de cien, más de un millar. Como mis huestes que marcharon sobre Gondolín.

El silencio lo es todo. Héroe en su propio olvido.

Ya no suenan los tambores, ni los cuernos de extrañas criaturas. Cuando avanzamos por las escarpadas lomas bajo la atenta mirada del traidor Maeglín y los oscuros y reconfortantes auspicios de Melkor. Los balrogs feroces de Gothmog nos abrían paso mientras que los lobos flanqueaban toda senda o trocha. No dejamos vivo a ningún hijo de Turgon, aunque el precio fue duro. De los lugartenientes de Othrod pocos sobrevivimos.

En mis ojos apagados hay un eterno castigo.

Y tras saquear y llenar las entrañas hambrientas de mis pocas huestes supervivientes con la delicada carne de los orejas puntiagudas, volvimos por los ensangrentados senderos rumbo a las montañas grises. No fue un camino fácil. Nada es fácil cuando tienes la sensación de que siguen tus pasos, y sólo la seguridad de mi mansión superó la zozobra de ver avanzar la columna del resto de la horda hacia Angaband, mientras nos despedían como Héroes. 

El héroe de leyenda pertenece al sueño de un destino.

Y así volvieron a para las eras. A veces los orejas puntiagudas nos cazaban. Otras éramos nosotros los que hacíamos en la estación cálida rápidos ataques hacia sus tierras fértiles de Beleriand, o así al menos les llamaban antes de que las olas sepultaran los fértiles valles, al oeste de mis dominios. Mi mansión se fue haciendo más y más rica y reputada y nadie osaba levantar una cimitarra  a semanas de paso de orco a la redonda sin consultarme.

Encerrado en el tiempo, ha perdido el valor.

Y fue así como tras un invierno, ni de los más duros ni de los más apacibles. Uno cualquiera de los decenios he habían visto mis huesos, al mover la pesada losa que nos protegía nos deslumbró aquella luz. Era insoportable, como la chirriante voz que logró con sus melodías ponzoñosas que el único acceso a los escarpados desfiladeros se hundiera, sepultándonos a todos en mis dominios.  Cualquier intento de despejar el camino fracasó. Cualquier aliento fue comido, incluyendo las criaturas más débiles.

Para escapar de su celda. El  héroe sin ilusión.

Así arracimados en mi salón de trono los sobrevivientes, dejamos caer nuestras vanas esperanzas cayendo en un letargo sólo roto por los insanos conjuros de nuestro captor. A veces su espectro venía a rondarnos y otras, contadas dejaban que algunas presas entraran a mis dominios, siendo inmediatamente machacadas y devoradas por mis hambrientas huestes. Yo ya he perdido el apetito. Sólo cuando la espectral figura del odiado jardinero pulula por mis dominios me alzo y le grito en su odiosa lengua “¡Ëdro!”

En sus ojos, apagados, hay un eterno castigo.

Ya ni siquiera viene el maldito captor. Cuando tengo fuerzas para abrir levemente los párpados veo mi misma hueste, huesuda, casi petrificada pegada a mi trono siempre con el mismo rictus. Sus latidos se apagaron como se van apagando los míos en este trono de piedra que ya he horado con mis garras, como si fuera de barro. Sólo los felices recuerdos de mi saqueo de Gondolín y mis glorias pasadas me hacen pasar los siglos que llevo aquí encerrado.

El héroe e leyenda pertenece al sueño de un destino.

Y así con la vida agotada pero no muerto. Con mis aguerridos esbirros convertidos en seres inútiles que sólo parecen cobrar vida cuando algún escuálido aventurero entra en la mansión pensé que se eternizarían mis pensamientos en una no muerte perpetua. En una no vida que no puede ser deseada ni para el más abyecto de los seres. Hasta que vinieron ellos y llamaron mi atención.