Siempre en la oscuridad, la voz no tiene sentido.
El frío trono de piedra, las duras aristas que tras
incontables eras se han quedado romas. Rodeado por secuaces que cada vez se me
antojan más inútiles. El aburrimiento. Esa odiosa risa del Jardinero. ¿Cómo
consiguió que cayera en su trampa? Me maldigo una y otra vez. Más de cien, más de
un millar. Como mis huestes que marcharon sobre Gondolín.
El silencio lo es todo. Héroe en su propio olvido.
Ya no suenan los tambores, ni los cuernos de extrañas
criaturas. Cuando avanzamos por las escarpadas lomas bajo la atenta mirada del
traidor Maeglín y los oscuros y reconfortantes auspicios de Melkor. Los balrogs
feroces de Gothmog nos abrían paso mientras que los lobos flanqueaban toda
senda o trocha. No dejamos vivo a ningún hijo de Turgon, aunque el precio fue
duro. De los lugartenientes de Othrod pocos sobrevivimos.
En mis ojos apagados hay un eterno castigo.
Y tras saquear y llenar las entrañas hambrientas de mis
pocas huestes supervivientes con la delicada carne de los orejas puntiagudas,
volvimos por los ensangrentados senderos rumbo a las montañas grises. No fue un
camino fácil. Nada es fácil cuando tienes la sensación de que siguen tus pasos,
y sólo la seguridad de mi mansión superó la zozobra de ver avanzar la columna
del resto de la horda hacia Angaband, mientras nos despedían como Héroes.
El héroe de leyenda pertenece al sueño de un destino.
Y así volvieron a para las eras. A veces los orejas
puntiagudas nos cazaban. Otras éramos nosotros los que hacíamos en la estación
cálida rápidos ataques hacia sus tierras fértiles de Beleriand, o así al menos
les llamaban antes de que las olas sepultaran los fértiles valles, al oeste de mis dominios. Mi mansión
se fue haciendo más y más rica y reputada y nadie osaba levantar una
cimitarra a semanas de paso de orco a la
redonda sin consultarme.
Encerrado en el tiempo, ha perdido el valor.
Y fue así como tras un invierno, ni de los más duros ni de
los más apacibles. Uno cualquiera de los decenios he habían visto mis huesos,
al mover la pesada losa que nos protegía nos deslumbró aquella luz. Era
insoportable, como la chirriante voz que logró con sus melodías ponzoñosas que
el único acceso a los escarpados desfiladeros se hundiera, sepultándonos a
todos en mis dominios. Cualquier intento
de despejar el camino fracasó. Cualquier aliento fue comido, incluyendo las
criaturas más débiles.
Para escapar de su celda. El
héroe sin ilusión.
Así arracimados en mi salón de trono los sobrevivientes,
dejamos caer nuestras vanas esperanzas cayendo en un letargo sólo roto por los
insanos conjuros de nuestro captor. A veces su espectro venía a rondarnos y
otras, contadas dejaban que algunas presas entraran a mis dominios, siendo
inmediatamente machacadas y devoradas por mis hambrientas huestes. Yo ya he perdido
el apetito. Sólo cuando la espectral figura del odiado jardinero pulula por mis
dominios me alzo y le grito en su odiosa lengua “¡Ëdro!”
En sus ojos, apagados, hay un eterno castigo.
Ya ni siquiera viene el maldito captor. Cuando tengo fuerzas
para abrir levemente los párpados veo mi misma hueste, huesuda, casi
petrificada pegada a mi trono siempre con el mismo rictus. Sus latidos se
apagaron como se van apagando los míos en este trono de piedra que ya he horado
con mis garras, como si fuera de barro. Sólo los felices recuerdos de mi saqueo
de Gondolín y mis glorias pasadas me hacen pasar los siglos que llevo aquí
encerrado.
El héroe e leyenda pertenece al sueño de un destino.
Y así con la vida agotada pero no muerto. Con mis aguerridos
esbirros convertidos en seres inútiles que sólo parecen cobrar vida cuando
algún escuálido aventurero entra en la mansión pensé que se eternizarían mis
pensamientos en una no muerte perpetua. En una no vida que no puede ser deseada
ni para el más abyecto de los seres. Hasta que vinieron ellos y llamaron mi
atención.
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