sábado, 3 de diciembre de 2016







La vida nunca ha sido fácil, incluso cuando el alimento –si no abunda—al menos no escasea. Generaciones de zánganos que suceden otras generaciones de zánganos. Manos de reemplazo que suceden a otras que se tornan, de repente, demasiado débiles. En el seno de montañas tan viejas que harían imberbe al más antiguo de los sabios venerados. Incluso el mismo Ojo del que los nuevos retoños no han sentido su calor, o al menos no lo recuerdan, palidece ante presencias realmente antiguas. Presencias  como aquella que los odiosos Kazaz despertaron en el vientre de la caverna. Presencias incluso más antiguas que destilaron su originaria malicia rezumando gota a gota a lo más profundo de las simas.

Una vez más los sirvientes tenidos por menos valiosos atesoramos recuerdos, tradiciones y mitos. Recuerdos que se remontan a cuando la caverna se convirtió en nuestro feudo. Tradiciones que hunden sus acerados dientes en el corazón de los antiguos mitos. Mitos que hablan de una entidad esencialmente perversa, aquella que nos creó: nuestro Señor. Aquella que prendió nuestra simiente que fue pisoteada por otros que se creían mejores. ¿Dónde están las botas pesadas de los orgullosos Yrch que creían que el ojo luciría para siempre? ¿Acaso siguen los fieros Ugghay sembrando el pánico entre nosotros? ¿Dónde quedó su mano? ¿Dónde su creador? ¿Dónde el advenedizo? Incluso los pétreos Tereg, aun más antiguos que nosotros, empiezan a recordar la madera podrida en la que el verdadero Señor los esculpió.

Generación tras generación se ha salvado el conocimiento ancestral, bajo el culto a veces proscrito de la cueva. Ha llegado el momento en que hemos salido de nuevo al reino de Cara Amarilla. La luz. Nada mejor para que la estirpe recupere la oscuridad que las yagas que produce en nuestra piel Cara Amarilla y que se hunden hasta los huesos. Esta luz que los nuevos amos, aquellos que no respetan a los antiguos, nos hicieron padecer hasta que llegamos a las mortíferas aguas del sumidero del mundo.

No bastaba con la luz hiriente, cabalgamos sobre los lomos de la bestia de troncos hasta llegar a una tierra que llaman como suya los nuevos amos. Ilusos. Esta tierra es casi tan antigua como las montañas que abandonamos. En esta tierra duermen profundamente miedos más antiguos que confortarán nuestro espíritu. Sí. Quizás, sólo quizás la travesía servirá para que los conservadores de la palabra podamos volver a reclamar el verdadero camino de la Oscuridad y la Perversión.

Separados como nunca antes lo estuvimos desde nuestra llegada a la gruta, una parte de nosotros quedó bajo el mando del demente, aquel que se llama a sí mismo al papel de retomar de los demonios blancos la fútil Fortaleza. Iluso. La auténtica fortaleza se hunde en los cimientos del tiempo, entre raíces de árboles tan antiguos como el mismo mundo, árboles que fuero ya corrompidos antes de que el que fuera el Servidor quisiera dominar el orbe a través de simples objetos de poder. Necio. El propio tiempo es el que subyugará las razas. Los demonios blancos son espíritus ya derrotados y huyen en desbandada, aunque ellos mismos no lo acepten. Los Kazaz no abandonarán sus mansiones hasta que vuelvan a sacarlos de allí las criaturas de nuestro Señor. Escupefuegos, Bestias y otras criaturas, quizás como en guardián de la Sima. Son los que se llaman a sí mismos Humani los que desestabilizarán la batalla por el orbe, aunque bien seguro será de nuestro lado, porque son ruines y vanidosos, y acabarán esclavizados por su concupiscencia.

De nuevo, la batalla ha dado comienzo.
De los sermones de Orogothor, 
el conservador de la palabra.

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