La
vida nunca ha sido fácil, incluso cuando el alimento –si no abunda—al menos no
escasea. Generaciones de zánganos que suceden otras generaciones de zánganos.
Manos de reemplazo que suceden a otras que se tornan, de repente, demasiado
débiles. En el seno de montañas tan viejas que harían imberbe al más antiguo de
los sabios venerados. Incluso el mismo Ojo del que los nuevos retoños no han
sentido su calor, o al menos no lo recuerdan, palidece ante presencias
realmente antiguas. Presencias como
aquella que los odiosos Kazaz despertaron en el vientre de la caverna.
Presencias incluso más antiguas que destilaron su originaria malicia rezumando
gota a gota a lo más profundo de las simas.
Una
vez más los sirvientes tenidos por menos valiosos atesoramos recuerdos,
tradiciones y mitos. Recuerdos que se remontan a cuando la caverna se convirtió
en nuestro feudo. Tradiciones que hunden sus acerados dientes en el corazón de
los antiguos mitos. Mitos que hablan de una entidad esencialmente perversa, aquella
que nos creó: nuestro Señor. Aquella que prendió nuestra simiente que fue
pisoteada por otros que se creían mejores. ¿Dónde están las botas pesadas de
los orgullosos Yrch que creían que el ojo luciría para siempre? ¿Acaso siguen
los fieros Ugghay sembrando el pánico entre nosotros? ¿Dónde quedó su mano?
¿Dónde su creador? ¿Dónde el advenedizo? Incluso los pétreos Tereg, aun más
antiguos que nosotros, empiezan a recordar la madera podrida en la que el
verdadero Señor los esculpió.
Generación
tras generación se ha salvado el conocimiento ancestral, bajo el culto a veces
proscrito de la cueva. Ha llegado el momento en que hemos salido de nuevo al
reino de Cara Amarilla. La luz. Nada mejor para que la estirpe recupere la
oscuridad que las yagas que produce en nuestra piel Cara Amarilla y que se
hunden hasta los huesos. Esta luz que los nuevos amos, aquellos que no respetan
a los antiguos, nos hicieron padecer hasta que llegamos a las mortíferas aguas
del sumidero del mundo.
No
bastaba con la luz hiriente, cabalgamos sobre los lomos de la bestia de troncos
hasta llegar a una tierra que llaman como suya los nuevos amos. Ilusos. Esta
tierra es casi tan antigua como las montañas que abandonamos. En esta tierra
duermen profundamente miedos más antiguos que confortarán nuestro espíritu. Sí.
Quizás, sólo quizás la travesía servirá para que los conservadores de la
palabra podamos volver a reclamar el verdadero camino de la Oscuridad y la
Perversión.
Separados
como nunca antes lo estuvimos desde nuestra llegada a la gruta, una parte de
nosotros quedó bajo el mando del demente, aquel que se llama a sí mismo al
papel de retomar de los demonios blancos la fútil Fortaleza. Iluso. La
auténtica fortaleza se hunde en los cimientos del tiempo, entre raíces de
árboles tan antiguos como el mismo mundo, árboles que fuero ya corrompidos
antes de que el que fuera el Servidor quisiera dominar el orbe a través de
simples objetos de poder. Necio. El propio tiempo es el que subyugará las
razas. Los demonios blancos son espíritus ya derrotados y huyen en desbandada,
aunque ellos mismos no lo acepten. Los Kazaz no abandonarán sus mansiones hasta
que vuelvan a sacarlos de allí las criaturas de nuestro Señor. Escupefuegos,
Bestias y otras criaturas, quizás como en guardián de la Sima. Son los que se
llaman a sí mismos Humani los que desestabilizarán la batalla por el orbe,
aunque bien seguro será de nuestro lado, porque son ruines y vanidosos, y
acabarán esclavizados por su concupiscencia.
De
nuevo, la batalla ha dado comienzo.
De
los sermones de Orogothor,
el conservador de la palabra.
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