En 1618 el Electorado de
Brandeburgo y el Ducado de Prusia se unieron bajo la dinastía Hohenzollern. A finales de la centuria, Federico
Guillermo I de Brandeburgo, un hábil político conocido como el “Gran Elector”, ya había sentado las bases de lo que sería el
futuro reino prusiano. En 1701, su hijo, Federico I, conseguía del emperador
del Sacro Imperio Romano Germánico el consentimiento para tomar el título de
rey de Prusia, a cambio de su apoyo militar en el complejo conflicto europeo en
que se convirtió la Guerra
de Sucesión Española. El nuevo reino consiguió reconocimiento internacional a
partir del Tratado de Utrecht.
A comienzos del siglo XVIII
Prusia era un reino formado por territorios pobres, fragmentados y de escasa
población que, para colmo de males, fue azotado por la peste bubónica. Por si
faltaba alguna calamidad, el país se vio inmerso en el escenario bélico de la
Gran Guerra del Norte. La derrota sueca en la
contienda permitió al nuevo monarca, Federico Guillermo I de Prusia, expandirse
hacia Pomerania. Punto fuerte de la gestión de los primeros reyes prusianos fue
una mejora constante de la administración, especialmente financiera, así como
la formación de un poderoso ejército, con los cuales pudieron mantener y
defender la cohesión nacional.
Para disgusto de Federico Guillermo
I, conocido como el “Rey Sargento”, su hijo Federico, no recibió la férrea
educación que para él tenía pensada, sino una blanda educación afrancesada auspiciada
por su madre y más acorde a la sensibilidad del heredero al trono. Las
relaciones entre padre e hijo fueron siempre tensas, volviéndose dramáticas
cuando el joven príncipe intentó fugarse a Inglaterra con un teniente prusiano
con el que mantenía una relación sentimental. El rey ordenó que decapitaran al
teniente, mientras que su hijo fue encarcelado y apartado de la línea sucesoria
temporalmente.
Años después, Federico Guillermo
I aceptó reponer a su hijo en sus derechos dinásticos, si bien no consiguió,
pese a sus esfuerzos, endurecer el carácter del joven, quien era aficionado a
la música, la poesía y la filosofía. Obligado a casarse por su padre con una
noble prusiana, el príncipe desterró a su mujer a un castillo remoto al que no
se acercó en toda su vida ni para hacerle un heredero. Tras la muerte de su
padre, en 1740, fue coronado Federico II, el cual sería conocido como el
“Grande”, uno de los mayores genios militares de la Historia y célebre rey
prusiano.
Durante su extenso reinado, de
cuarenta y seis años, Federico II realizó una profunda transformación interna
de Prusia. Fomentó la colonización de las zonas más deprimidas del reino,
procediendo a desecar marismas y ampliar las tierras de cultivo, propiciando un
espectacular incremento de la población, la cual se duplicó. Por otro lado, fortaleció la industria, modernizándola
y articulando un sistema aduanero proteccionista. Mejoró la gestión
administrativa, financiera y judicial, promulgando un código legislativo,
aboliendo la tortura y promoviendo cierta independencia judicial. Se mostró
como un gran defensor de la ciencia y la cultura, estableciendo la
obligatoriedad de la educación primaria, y dejando que todo el país se impregnase
de las corrientes culturales provenientes de Francia. Todos estos avances los
ejerció siendo paradigma del despotismo ilustrado que se extendía por las
principales cortes europeas de la época, consagrando, eso sí, los privilegios
de la nobleza prusiana, de la cual dependía la cohesión política y militar del
reino.
Pero Federico el Grande no es recordado
tanto por las profundas reformas internas que acometió en su país como por su
política exterior expansionista, que supo defender de modo brillante, en el
plano militar, frente a las poderosas naciones continentales que le hicieron
frente.
En octubre de 1740, unos meses
después de la coronación de Federico II en Prusia, fallecía en Viena el
emperador Carlos VI, dejando en el trono de Austria y Hungría a su hija María
Teresa I. La joven heredaba unos estados arruinados económicamente y con un
ejército débil, a lo que debía sumarse su escasa experiencia política y la
falta de lealtad de numerosos súbditos influyentes. La debilidad del gobierno
austríaco coincidía con la llegada al poder de Federico II, una guerra
anglo-española en el Caribe, fuertes tensiones coloniales anglo-francesas, exigencias
territoriales españolas en Italia, y la reclamación de los príncipes electores
de Baviera y Sajonia a hacerse con la corona del Sacro Imperio Romano
Germánico, cuestionando los derechos hereditarios de María Teresa I. De esto
modo, Austria se convirtió, por su debilidad interna, en el centro de gravedad
de la política internacional europea.
El 16 de diciembre de 1740,
apenas nueve meses después de su subida al trono, Federico II de Prusia, sin
previa declaración de guerra, ordena la invasión de Silesia, un rico territorio
protestante bajo dominio Habsburgo, precipitando con ello el estallido de la Guerra de Sucesión
Austríaca. La guerra en Silesia se sustanció simultáneamente con otros
escenarios bélicos, desde el Caribe, a Norte América o la India. Los dos bandos
enfrentados estaban formados por Prusia, Francia, España, Sajonia, Baviera y
Cerdeña, de un lado, y por Austria, Provincias Unidas y Gran Bretaña, de otro.
Sin entrar a analizar el complejo desarrollo de todo el conflicto internacional,
cabe destacar que la guerra en Silesia se sustanció en dos campañas, finalizando
ambas con efímeros tratados de paz.
El ejército prusiano demostró en
sucesivas batallas ser el mejor de su época. Federico el Grande había heredado
de su padre un ejército bien organizado y disciplinado, con unos mandos
profesionales muy eficientes, entre los que destacan figuras como Leopoldo
de Anhalt-Dessau, uno de los grandes
artífices de la supremacía militar prusiana de la época. El mérito del monarca
no se basa tanto en desarrollar unas técnicas de combate novedosas, sino en
perfeccionar las ya existentes y aplicar unas tácticas en el campo de batalla
que explotaban al máximo sus ventajas. Realizando una actualización del orden
oblicuo de Epaminondas, el cual revolucionó las tácticas militares del siglo IV
a.C., Federico el Grande encontró la clave para optimizar el uso de su ejército
y llevarlo a la victoria en sucesivas batallas.
A finales del siglo XVII se
desarrolla un nuevo mosquete de chispa que mejora la distancia y la candencia
de disparo, complementado con la introducción del cartucho de papel y la
bayoneta, así como las nuevas baquetas metálicas de origen prusiano. Las
mejoras técnicas llevan a que los ejércitos apliquen tácticas de infantería
lineales, con apoyo de una artillería más liviana y unidades de caballería,
divididas en escuadrones de choque para carga directa y escuadrones ligeros de
reconocimiento. La infantería se dispone por los prusianos en tres líneas las
cuales, tras un intenso adiestramiento, eran capaces de realizar de tres
a cinco disparos por cada dos de sus adversarios. A ello se suma una meticuloso
entrenamiento en los movimientos en grupo, introduciendo los prusianos la
marcha rítmica, alcanzando con ello gran pericia, entre otros, en el
cambio de la línea de batalla a columna y a la inversa, con solo una
conversión. Tanto la alta cadencia de tiro como la excepcional capacidad
de maniobra de la infantería prusiana fueron determinantes para imponerse en el
campo de batalla. Los prusianos optimizan su ejército también fortaleciendo la
intendencia, estandarizando equipos y mejorando los suministros. Del mismo modo
crean unidades de élite como los granaderos, los húsares o la artillería
montada, cuyas singularidades mejoran el rendimiento de todo el ejército.
María Teresa I dedicó el período
de entreguerras a reforzar el ejército austríaco y a sellar alianzas
internacionales para aislar diplomáticamente a Prusia, con el objetivo de
recuperar Silesia. Federico II, previendo el ataque, decide adelantarse a sus
enemigos y en 1756, nuevamente sin declaración de guerra, invade Sajonia,
aliada de Austria. La tercera guerra por Silesia desencadena entonces la que
sería conocida como la Guerra
de los Siete Años, un nuevo conflicto internacional donde se reposicionan las
alianzas previas. En esta ocasión, Gran Bretaña apoya a Prusia, junto a Hanover
y Portugal, mientras que el bloque aliado de Austria presenta un mayor peso
relativo con el apoyo de Francia, España, Rusia, Sajonia y Suecia. Prusia se
encontraba prácticamente rodeada de enemigos y el genio militar de Federico el
Grande dio lo mejor de sí para obtener la victoria en el conflicto.
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