martes, 20 de marzo de 2012

Friedrich der Grosse (I).


En 1618 el Electorado de Brandeburgo y el Ducado de Prusia se unieron bajo la dinastía Hohenzollern. A finales de la centuria, Federico Guillermo I de Brandeburgo, un hábil político conocido como el “Gran Elector”,  ya había sentado las bases de lo que sería el futuro reino prusiano. En 1701, su hijo, Federico I, conseguía del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico el consentimiento para tomar el título de rey de Prusia, a cambio de su apoyo militar en el complejo conflicto europeo en que se convirtió la Guerra de Sucesión Española. El nuevo reino consiguió reconocimiento internacional a partir del Tratado de Utrecht.

A comienzos del siglo XVIII Prusia era un reino formado por territorios pobres, fragmentados y de escasa población que, para colmo de males, fue azotado por la peste bubónica. Por si faltaba alguna calamidad, el país se vio inmerso en el escenario bélico de la Gran Guerra del Norte. La derrota sueca en la contienda permitió al nuevo monarca, Federico Guillermo I de Prusia, expandirse hacia Pomerania. Punto fuerte de la gestión de los primeros reyes prusianos fue una mejora constante de la administración, especialmente financiera, así como la formación de un poderoso ejército, con los cuales pudieron mantener y defender la cohesión nacional.
Para disgusto de Federico Guillermo I, conocido como el “Rey Sargento”, su hijo Federico, no recibió la férrea educación que para él tenía pensada, sino una blanda educación afrancesada auspiciada por su madre y más acorde a la sensibilidad del heredero al trono. Las relaciones entre padre e hijo fueron siempre tensas, volviéndose dramáticas cuando el joven príncipe intentó fugarse a Inglaterra con un teniente prusiano con el que mantenía una relación sentimental. El rey ordenó que decapitaran al teniente, mientras que su hijo fue encarcelado y apartado de la línea sucesoria temporalmente.

Años después, Federico Guillermo I aceptó reponer a su hijo en sus derechos dinásticos, si bien no consiguió, pese a sus esfuerzos, endurecer el carácter del joven, quien era aficionado a la música, la poesía y la filosofía. Obligado a casarse por su padre con una noble prusiana, el príncipe desterró a su mujer a un castillo remoto al que no se acercó en toda su vida ni para hacerle un heredero. Tras la muerte de su padre, en 1740, fue coronado Federico II, el cual sería conocido como el “Grande”, uno de los mayores genios militares de la Historia y célebre rey prusiano.

Durante su extenso reinado, de cuarenta y seis años, Federico II realizó una profunda transformación interna de Prusia. Fomentó la colonización de las zonas más deprimidas del reino, procediendo a desecar marismas y ampliar las tierras de cultivo, propiciando un espectacular incremento de la población, la cual se duplicó.  Por otro lado, fortaleció la industria, modernizándola y articulando un sistema aduanero proteccionista. Mejoró la gestión administrativa, financiera y judicial, promulgando un código legislativo, aboliendo la tortura y promoviendo cierta independencia judicial. Se mostró como un gran defensor de la ciencia y la cultura, estableciendo la obligatoriedad de la educación primaria, y dejando que todo el país se impregnase de las corrientes culturales provenientes de Francia. Todos estos avances los ejerció siendo paradigma del despotismo ilustrado que se extendía por las principales cortes europeas de la época, consagrando, eso sí, los privilegios de la nobleza prusiana, de la cual dependía la cohesión política y militar del reino.

Pero Federico el Grande no es recordado tanto por las profundas reformas internas que acometió en su país como por su política exterior expansionista, que supo defender de modo brillante, en el plano militar, frente a las poderosas naciones continentales que le hicieron frente.   


En octubre de 1740, unos meses después de la coronación de Federico II en Prusia, fallecía en Viena el emperador Carlos VI, dejando en el trono de Austria y Hungría a su hija María Teresa I. La joven heredaba unos estados arruinados económicamente y con un ejército débil, a lo que debía sumarse su escasa experiencia política y la falta de lealtad de numerosos súbditos influyentes. La debilidad del gobierno austríaco coincidía con la llegada al poder de Federico II, una guerra anglo-española en el Caribe, fuertes tensiones coloniales anglo-francesas, exigencias territoriales españolas en Italia, y la reclamación de los príncipes electores de Baviera y Sajonia a hacerse con la corona del Sacro Imperio Romano Germánico, cuestionando los derechos hereditarios de María Teresa I. De esto modo, Austria se convirtió, por su debilidad interna, en el centro de gravedad de la política internacional europea.

El 16 de diciembre de 1740, apenas nueve meses después de su subida al trono, Federico II de Prusia, sin previa declaración de guerra, ordena la invasión de Silesia, un rico territorio protestante bajo dominio Habsburgo, precipitando con ello el estallido de la Guerra de Sucesión Austríaca. La guerra en Silesia se sustanció simultáneamente con otros escenarios bélicos, desde el Caribe, a Norte América o la India. Los dos bandos enfrentados estaban formados por Prusia, Francia, España, Sajonia, Baviera y Cerdeña, de un lado, y por Austria, Provincias Unidas y Gran Bretaña, de otro. Sin entrar a analizar el complejo desarrollo de todo el conflicto internacional, cabe destacar que la guerra en Silesia se sustanció en dos campañas, finalizando ambas con efímeros tratados de paz.


El ejército prusiano demostró en sucesivas batallas ser el mejor de su época. Federico el Grande había heredado de su padre un ejército bien organizado y disciplinado, con unos mandos profesionales muy eficientes, entre los que destacan figuras como Leopoldo de  Anhalt-Dessau, uno de los grandes artífices de la supremacía militar prusiana de la época. El mérito del monarca no se basa tanto en desarrollar unas técnicas de combate novedosas, sino en perfeccionar las ya existentes y aplicar unas tácticas en el campo de batalla que explotaban al máximo sus ventajas. Realizando una actualización del orden oblicuo de Epaminondas, el cual revolucionó las tácticas militares del siglo IV a.C., Federico el Grande encontró la clave para optimizar el uso de su ejército y llevarlo a la victoria en sucesivas batallas.

A finales del siglo XVII se desarrolla un nuevo mosquete de chispa que mejora la distancia y la candencia de disparo, complementado con la introducción del cartucho de papel y la bayoneta, así como las nuevas baquetas metálicas de origen prusiano. Las mejoras técnicas llevan a que los ejércitos apliquen tácticas de infantería lineales, con apoyo de una artillería más liviana y unidades de caballería, divididas en escuadrones de choque para carga directa y escuadrones ligeros de reconocimiento. La infantería se dispone por los prusianos en tres líneas las cuales, tras un intenso adiestramiento, eran capaces de realizar  de tres a cinco disparos por cada dos de sus adversarios. A ello se suma una meticuloso entrenamiento en los movimientos en grupo, introduciendo los prusianos la marcha rítmica, alcanzando con ello gran pericia, entre otros,  en el cambio de la línea de batalla a columna y a la inversa, con solo una conversión. Tanto la alta cadencia de tiro como la excepcional capacidad de maniobra de la infantería prusiana fueron determinantes para imponerse en el campo de batalla. Los prusianos optimizan su ejército también fortaleciendo la intendencia, estandarizando equipos y mejorando los suministros. Del mismo modo crean unidades de élite como los granaderos, los húsares o la artillería montada, cuyas singularidades mejoran el rendimiento de todo el ejército.

La Guerra de Sucesión Austríaca finalizó en 1748, con el Tratado de Aquisgrán, la cual devolvía a sus propietarios originales la mayoría de las conquistas militares realizadas, a pesar de las muchas decenas de miles de muertos que las mismas costaron a los distintos países. Aunque Federico II pudo mantener el control sobre Silesia, la vuelta al statu quo anterior a la guerra no satisfizo realmente a ninguna de las grandes potencias, por lo que pocos años después a nadie sorprendió el estallido de un nuevo conflicto de implicaciones internacionales.

María Teresa I dedicó el período de entreguerras a reforzar el ejército austríaco y a sellar alianzas internacionales para aislar diplomáticamente a Prusia, con el objetivo de recuperar Silesia. Federico II, previendo el ataque, decide adelantarse a sus enemigos y en 1756, nuevamente sin declaración de guerra, invade Sajonia, aliada de Austria. La tercera guerra por Silesia desencadena entonces la que sería conocida como la Guerra de los Siete Años, un nuevo conflicto internacional donde se reposicionan las alianzas previas. En esta ocasión, Gran Bretaña apoya a Prusia, junto a Hanover y Portugal, mientras que el bloque aliado de Austria presenta un mayor peso relativo con el apoyo de Francia, España, Rusia, Sajonia y Suecia. Prusia se encontraba prácticamente rodeada de enemigos y el genio militar de Federico el Grande dio lo mejor de sí para obtener la victoria en el conflicto.

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