miércoles, 1 de agosto de 2012

Federica Augusta Sofía von Anhalt-Zerbst (I)




El 2 de mayo de 1729 nacía en Stettin, territorio prusiano, uno de los personajes  más determinantes de la historia moderna de Rusia. Esta joven princesa alemana vio su vida unida al destino del Imperio Ruso cuando su familia, por mediación de Federico el Grande, consiguió enlazarla en matrimonio con Pedro de Holstein-Gottorp, futuro zar. Las tensiones diplomáticas austro-prusianas de la época se reflejaron, entre otros aspectos, en la búsqueda por ambas potencias del control político de la Corona Rusa, consiguiendo finalmente los prusianos llevarse el gato al agua con este enlace y la coronación posterior de Pedro III, a quien ya destacamos en el anterior artículo sobre Federico II como de marcado carácter germanófilo. El enlace se produjo en 1745, fracasando como relación personal al instante. La pareja apenas hizo vida común, teniendo grandes discrepancias tanto en lo personal como lo público, distanciándose rápidamente la zarina de su marido al mostrar un inagotable interés y respeto por la cultura rusa, los cuales incluían la asidua cata de varones rusos de buen ver, afición que desarrolló a lo largo de toda su vida.

El día antes del enlace Federica Augusta Sofía se convirtió a la religión ortodoxa rusa, tomando el nombre con el cual sería conocida por la historia: Ekaterina Alekséyevna, más adelante conocida como Catalina la Grande. A diferencia de su marido, personaje inmaduro que vivía en un país al que no quería y por el que no era deseado, Catalina supo ganarse el respeto del pueblo y de importantes personajes de la Corte, manteniendo una incesante actividad política y social, aprendiendo con dedicación tanto la lengua como la cultura local y distanciándose rápidamente de sus orígenes prusianos.

El 5 de enero de 1752 falleció la zarina Isabel I, dejando en el trono a su sobrino y heredero Pedro III. Las divergencias entre su marido el zar y Catalina se acentuaron rápidamente a partir de entonces, debido principalmente a la política filoprusiana seguida por Pedro, quien no sólo retiró a su país de la Guerra de los Siete Años, devolviendo a Prusia amplios territorios ya conquistados, sino que además decidió introducir a militares prusianos en el propio ejército ruso, exasperando a la casta militar rusa. Su torpeza no sólo se reflejó en este ámbito sino que el desprecio que sentía Pedro III por la cultura e instituciones rusas lo reflejó en decisiones trascendentales como secularizar bienes de la Iglesia Ortodoxa o excluir a los poderosos boyardos, la nobleza rural, de la esfera de poder. A Pedro le faltó mearse en la bandera: su futuro lo estaba escribiendo con infinita torpeza.

El 13 de julio de 1752, poco más de seis meses después de su llegada al trono, Pedro III fue depuesto por un alzamiento de la Guardia Imperial Rusa dirigido por Grigori Orlov, amante de Catalina, quien fue proclamada gobernante de Rusia. Meses después, el destituido Pedro era asesinado a sangre fría en la fortaleza donde fue encerrado, eliminándose así los posibles problemas políticos que su mera existencia pudieran causar. En principio el cambio de poder fue pacífico, pero algunos sectores políticos defendían que debía ser temporal, hasta que alcanzara la mayoría de edad el gran duque Pablo, hijo oficial de los zares. Oficial porque existe la posibilidad de que no fuera hijo natural de Pedro, sino fruto de la relación de la zarina con su chambelán Sergéi Vasílievich Saltykóv. A pesar de estas reticencias, Pablo no se hizo con el poder hasta la muerte de su madre, treinta y cuatro años después.

           El reinado de Catalina la Grande fue largo y fructífero para el país, que se europeizó y recibió los influjos de la Ilustración, hasta que la Revolución Francesa hizo que se cerraran las ventanas a estos aires. Gran parte de su apoyo político lo consiguió la zarina dando entrada en los círculos de poder a los agradecidos boyardos, a la vez que mimó a los líderes militares, encantados con la victoriosa política expansionista que llevó a cabo. A base de triunfos militares, los territorios rusos se vieron ampliados en más de medio millón de kilómetros cuadrados, detraídos de la República de las Dos Naciones y del Imperio Otomano principalmente, anexionando Nueva Rusia, Crimera, Ucrania, Bielorrusia, Lituania y Curlandia.


La zarina impulsó la modernización de la agricultura y la industria, e incluso pretendió abordar profundas reformas legislativas con participación de la mayoría de estamentos sociales. Sin embargo, estos prometedores pasos del comienzo de su reinado se fueron atemperando, convirtiéndose con el paso de los años en una persona cada vez más conservadora y celosa de su poder, el cual ejerció con tintes tiránicos. Todo ello contrasta con la imagen de monarca ilustrada que cultivó de cara al extranjero. De forma significativa se convirtió en gran mecenas del arte y la cultura, reuniendo en el Hermitage la mayor colección privada de arte de la época, la cual serviría años después de base al futuro museo. 



En 1768 Catalina la Grande hizo frente al primer enfrentamiento bélico de los muchos que se sustanciaron durante su reinado. El sultán otomano, Mustafá III, midiendo mal sus fuerzas, declaró la guerra a Rusia a cuenta de un incidente fronterizo menor. El turco se alió con los rebeldes polacos de la Confederación de Bar buscando afianzar su dominio sobre Crimea y la misma Polonia, un estado en descomposición por entonces; mientras que los rusos se aliaron con los británicos, siempre al quite de este tipo de ríos revueltos, ganando así un importante apoyo naval. Pronto la balanza de la victoria se inclinó para el lado ruso, emergiendo la figura del brillante general Alexander Suvórov, quien repartió estopa tanto a otomanos como a polacos.


Con el conflicto bélico en el sur encarrilado, Catalina vio con buenos ojos la propuesta de Federico el Grande de anexionarse de mutuo acuerdo territorios de la debilitada República de las Dos Naciones, en franca decadencia y sometida políticamente a sus vecinos. A dicho pacto, tras alguna reticencia inicial, se unió la emperatriz María Teresa I, representante de la tercera potencia fronteriza, Austria. De este modo la Primera Partición de Polonia se formalizó en 1772, perdiendo el país un 30 % de su territorio, repartido entre las tres naciones vecinas, correspondiendo a Rusia la mayor parte de Livonia y Bielorrusia, incluyendo importantes ciudades como Vítebsk y Polatsk, así como más de millón y medio de habitantes. La resistencia militar interna planteada por la Confederación de Bar fue aplastada por los tres aliados. 




Entre tanto, en el frente otomano, las continuas victorias rusas en tierra se vieron acompañadas de reiteradas victorias en el mar, sufriendo los turcos graves pérdidas en los combates. Sin embargo, en 1773 se produjo un acontecimiento que retrasó el fin de la guerra, el cual ya se vislumbraba. Mientras la zarina centraba su atención en la partición de Polonia y el conflicto bélico con el Imperio Otomano, dentro de sus fronteras estalló una verdadera rebelión de proporciones alarmantes. Un desertor cosaco llamado Yemelián Pugachov dirigió un alzamiento social que se extendió de forma vertiginosa por amplios territorios de la cuenca del Volga, llegando a poner en jaque incluso el trono de Catalina.

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