jueves, 29 de julio de 2010

Bastión de la montaña (4)

De un último golpe seco consigue finalmente soltar el yelmo que sujetaba el baúl mientras él se arrastraba bajo el imponente peso muerto.

Momentos antes, mientras esa chusma montañesa aporreaba su puerta, él ha tenido tiempo suficiente para preparar su huída. Ha atrancado la puerta, ha apilado algunos muebles y encima ha puesto el colchón de plumas junto a sus lujosas y tupidas pieles. Dos redomas de valioso aceite de lámpara perfumado, importado desde las costas de poniente, completan el cóctel. Ha asegurado el ventanuco taponándolo con su escabel preferido encajado en el hueco para que no puedan abrirse las contraventanas. Como colofón, su fiel, corpulento y mudo sirviente de cámara yace acuchillado por la espalda. Con esto ha dispuesto todo lo necesario para las maniobras de distracción y de ocultación de su vía de fuga para no dejar rastro. Todo ello sin dejar de intercambiar airadas palabras e insultos a gritos a través de la gruesa puerta con el intruso que parece llevar la voz cantante. Cuanto más hablaba este, mejor se pertrechaba. Se ha cambiado de ropas y se ha puesto su traje de caza más cómodo, un justillo tachonado liviano, sus mejores botas para campear y se ha ceñido un largo chuchillo de monte. Lástima que su espada no fuese a pasar por las estrecheces que le esperan. También ha cogido un manto de pieles, el cual ha enrollado con uno de sus cinturones – las noches ya pueden ser cruelmente frías en esta época- y lo ha arrojado por el hueco en el suelo que hay bajo el baúl inclinado. Por último, aunque más importante, ha repartido en pequeñas bolsas su magnífico tesoro: multitud de gemas arrancadas de las tripas de la mina que se abre abajo. Apenas cargará con el peso de tintineantes monedas, solo lo justo para valerse los primeros días y sin que le estorben en la azarosa escapada del bastión que le espera.

Y justo a tiempo, cuando todo estaba ya dispuesto, pareció que el vocero de los mezquinos asaltantes se ha cansado de importunar. Entonces prendió fuego al jergón y se deslizó bajo el cofre. Por un momento se produjo un instante de pánico al engancharse sus ropas, mal ajustadas por la premura al equiparse, en la angostura bajo el cofre. Irónicamente parece que el tiempo pasado al mando del castillo se ha cobrado un precio. Las comodidades de la vida señorial, los banquetes y bacanales, la buena vida sedentaria, le han hecho coger algunos quilos de sobra. Un sudor pegajoso le cubre como un repentino sudario conforme le llegan los vapores acres de las pieles quemadas y el humo empieza a acumularse, arañando su garganta. Reprimiendo un acceso de tos – demasiado humillante morir como un topo ahumado, se dijo así mismo- recuperó los nervios, tensó la musculatura de su antaño poderoso torso y consiguió pasar la tripa por el agujero sujetando el peso sobre la espalda, para después volver a descansarlo sobre el maltratado casco que lo soportaba.

El descenso no es nada fácil. El pasadizo secreto carece de mantenimiento alguno. Mugre centenaria lo poblaba, con un olor mohoso que anuncia el grado de humedad. En más de una ocasión los peldaños tallados resbalosos le juegan una mala pasada, cubiertos de una fina película de condensación. De tan estrecho en algunas partes apenas puede pasar, rozándose con las paredes por toda superficie sensible de su cuerpo. El cuero tachonado no parece ahora tan buena idea, enganchándose sus tachuelas en cualquier reborde. Repugnantes criaturas pueblan el lugar, notando a veces como sus dedos han de aplastarlas para conseguir un asidero mínimamente firme. Mención aparte los grititos histéricos de las ratas. No quiere imaginar qué podría suceder si en esa posición tan incómoda, con las manos ocupadas en mantenerse precariamente apartado de la precipitación, algunas de las residentes habituales del túnel decidiera abalanzarse sobre su cara.

Si alguna vez ponía las manos en el cantero -aquel que le aseguró que acondicionaría el túnel descubierto casualmente al reformar la estancia tras su toma de posesión del bastión- le iba a enseñar el significado de la palabra transitable. Con un palmo de acero transitando a lo largo de su garganta. Aunque bien pensado, no iba a ser posible. Recordó que el desgraciado constructor acabó sepultado para guardar el secreto del pasadizo.

Alcanza el final de la obra subrepticia que discurre por entre el paramento del torreón. Acaba en una grieta natural de la montaña, similar a la que dio lugar a la mina que motivaba la presencia del castillo, aunque carente de la veta que alberga las valiosas piedras preciosas de aquella. El alivio de poner los pies en tierra y dar un respiro a sus sobrecargados brazos es pasajero, porque la gruta natural le reserva otras sorpresas. Algunas partes están derruidas y tiene que rebasarlas a rastras por sobre los escombros. El resto no le permite más que ir en cuclillas, a oscuras, tanteando la pared pétrea con los dedos desnudos, tropezando y trastabillando cada vez que se golpea las rodillas con algún cascote de roca afilada. El aire está viciado como si llevase encerrado aquí un millar de años, respirado por bichos inmundos una y otra vez. Maldito cantero. Malditos asaltantes.


Finalmente empieza a palpar una consistencia distinta en las paredes, terrosa y más blanda. Su sentido de la orientación está completamente confundido, aunque el difunto cantero le llevó al terminar la obra secreta a conocer la salida exterior. Está a penas unos escasos ochenta pasos de las puertas del castillo, pasado el recodo del camino que da al bosque, hacia las montañas. Está cegada un talud de tierra suelta sobre el que han crecido las malas hierbas. Lo suficiente firme para no ceder con las lluvias y lo bastante floja para poder salir a través escarbando un poco. Como un miserable topo. Lo importante es que está resguardada de la vista desde el bastión y desde el poblado. Si su plan ha surtido efecto –y acostumbran a hacerlo, de lo contrario no habría llegado a convertirse en noble- los condenados invasores estarán demasiado ocupados sofocando el incendio, si acaso este no colapsa el interior del torreón. Los suelos y vigas de madera tal vez no aguanten las llamas. Si algunas de las vigas se calcinase lo suficiente para ceder con el peso de los que intentan combatir el fuego, su huída quedará encubierta. Si no es así, en el desastre de cenizas de su alcoba tardarán en saber que no es el cadáver gordo y seboso que ha dejado atrás. O en descubrir su ruta de escape. En definitiva, tiempo suficiente para perderse por las montañas que tan bien conoce de sus frecuentes cacerías. En un par de días podría alcanzar una de las aldeas grijianas o los campamentos de leñadores, conseguir aunque sea un jamelgo de labor al precio que sea y con él alcanzar las seguras tierras meridionales.

Con todo esto en la mente ha estado cavando ansioso con las manos y la ayuda de su machete, cuando de repente la resistencia del talud cede de improviso y rueda por la breve pendiente repleta de zarzas. Su aparición de entre la nada ha sorprendido a dos soldados de espaldas que están ocupados en algún quehacer. Se giran y él trata de sacar algo de sus ropas susurrando unas palabras, interruptas por una lanzada que le ha arrojado el más cercano de los mercenarios. En su curso la punta atraviesa limpiamente la bolsa que ha sacado y sostenido ante ellos, de la que escapa una lluvia de rubíes destellantes que se confunde con el borbotón sanguíneo que brota de su cuello y abortando su tentativa de soborno. Se desploma, entre espinas, con una última emoción amarga, mezcla de frustración y extrañeza por la inoportuna e inexplicable presencia de los soldados en aquel sitio. Más hombres armados surgen tras los dos primeros y los más espabilados se abalanzan sobre el botín a empujones, dejando la tarea que traían entre manos de capturar a un simple animal asustado.

El poni relincha y aprovecha para escabullirse de los hombres que empezaban a rodearlo, merced al desconcierto que sacude el cerco humano que ahora vocifera y pelea entre sí. Emprende el trote por entre la maleza y se aleja del lugar ante la mirada atónita y distante de los vigías de la puerta. Uno de ellos hace el amago de alancearlo cuando huye, pero el otro, tal vez más veterano o tal vez condescendiente -que no compasivo-, le dice que no con el característico gesto de su gente, adelantando la mandíbula. La distancia es excesiva, ya tienen más carne de la que pueden cargar y el intento no vale la posibilidad de una buena lanza rota.

El animal, exultante por haberse librado de los aviesos hombres, trota encaminándose hacia el otro único lugar que le es familiar y querido en la zona.

3 comentarios:

Alvarf el Gris dijo...

También es mala suerte. ¿Por que me identifico con los asaltados y no con los asaltantes? ¿Os pasa lo mismo?

Joe Peres dijo...

Pensaba que se libraría, efectivamente me identifico con los asaltados, pero creo que es porque el primer personaje era de ellos, por cierto, les están dando pal'pelo.

Alvarf el Gris dijo...

Sí, pos si te parece "nos pasamos a los asaltantes", que al fin y al cabo no hemos firmao ningún contrato con nadie :-p