jueves, 6 de octubre de 2011

Grandes en guerra (II).

En 1621, Gustavo II Adolfo el Grande, comandaba uno de los mejores ejércitos del continente y se dispuso a ponerlo a prueba conquistando la ciudad alemana de Riga, bajo protección de Polonia, produciéndose un recrudecimiento del conflicto entre ambas naciones. Por estas fechas fallece el monarca español, siendo coronado con tan sólo dieciséis años Felipe IV quien, como ya dijimos, nombra valido a su hombre confianza. El dúo Felipe IV-Olivares ha sido muy distorsionado por la literatura y el cine. Lo que más vende, sin duda, es imaginar a un rey vago y putero dominado por un ministro taimado y manipulador. Yo no creo que la relación entre ambos fuera tan extrema ni que el monarca estuviera sometido al valido, más bien creo que Felipe se dejó guiar por el conde-duque en una verdadera relación de amistad y confianza, compartiendo con él sus líneas políticas de actuación, pasando ahora a analizar los principales elementos de su política interior.

Felipe IV el Grande, llamado también el Rey Planeta, impulsó una política de unificación nacional en varios niveles: se fomentó el crecimiento demográfico; se impulsó la educación, dando cuerda a los jesuitas; se realizaron reformas legales para unificar la dispersa normativa; se acometieron reformas administrativas, tomando medidas para luchar contra la corrupción existente; y se aprobaron reformas fiscales con el fin de mejorar la recaudación. Sin embargo, estas actuaciones chocaron de lleno con la oposición de la influyente nobleza, quedando la mayoría en agua de borrajas.


Especialmente preocupante fue el fracaso al intentar aumentar los impuestos a la nobleza, ya que los ingresos no aumentaron lo esperado pero los gastos se dispararon a causa de la costosa política exterior, que luego analizaremos. Felipe IV y su valido el conde-duque de Olivares tuvieron entonces que recurrir a lo que ahora se llama ingeniería financiera, es decir, a inventarse cosas con tal de sacar pasta por donde fuera: subida de impuestos a las clases bajas; venta de juros y cargos públicos; devaluación de moneda; préstamos a banqueros judíos; incautación de metales procedentes de las Indias; nuevas contribuciones de las Cortes de Castilla; y, en última instancia, la bancarrota. Todo fue insuficiente para la política imperial, España sufrió una recesión económica gravísima acompañada de una inflación galopante.

Otro sonado fracaso a nivel interno fue la Unión de Armas, mediante la cual el monarca intentó asegurar la capacidad militar del imperio, forzando a cada uno de los territorios que lo formaban a aportar un número de tropas fijo, así como su mantenimiento económico. Hasta entonces Castilla venía soportando el peso económico y humano de la política exterior de los Austrias y sus incesantes guerras en Europa, y así siguió siendo ya que la Unión de Armas fracasó por la oposición interna, especialmente de Cataluña y Portugal.


En el plano exterior, el reinado de Felipe el Grande comenzó con una serie de ofensivas contra los protestantes holandeses en el marco de la Guerra de los Ochenta Años, iniciada durante el reinado de Felipe II, cosechando significativas victorias como la conquista de Breda por Ambrosio de Spínola o la defensa de Cádiz frente al desastroso ataque anglo-holandés. Para estas mismas fechas, 1625, Gustavo II Adolfo el Grande ya se había hecho con el control de toda Livonia y preparaba una nueva ofensiva hacia Prusia, bajo control polaco, que conquistó al año siguiente. En 1627 acuden en auxilio de la católica Polonia tropas del Sacro Imperio Romano Germánico, las cuales asedian la ciudad de Stralsund, aliada de Suecia. Aunque Polonia estaba vencida y se vio obligada a firmar la Paz de Altmark, cediendo a Suecia sus accesos al Báltico, los suecos se preparaban ya para implicarse definitivamente en la Guerra de los Treinta Años. Por su parte, en 1628, los españoles sufrían la desastrosa pérdida de la flota de Indias a manos del holandés Piet Heyn, quien se hacía con más de once millones de florines, que al cambio vendrían a ser una barbaridad de euros, céntimo arriba o abajo.

En 1629 el ejército imperial, al mando de Albrecht von Wallenstein, conquistaba Mecklemburgo, un estado protestante, y entraba en tromba por Jutlandia, obligando a la también protestante Dinamarca a rendirse. La supremacía sueca en el Báltico dependía de controlar y mantener territorios costeros demasiado cercanos a la zona de influencia imperial que estaba en expansión lo que, sumado al escenario de enfrentamiento religioso católico-protestante, abocaba a la guerra. Gustavo II Adolfo firmó un acuerdo con la católica Francia, más interesada en debilitar el eje hispano-imperial que en defender la fe verdadera. Mediante este pacto, el monarca sueco se comprometía a mantener un ejército permanente en suelo alemán a cambio de un cuantioso subsidio económico. Al año siguiente, el rey sueco desembarca con su ejército en Alemania, dispuesto a hacerse con el control de las cuencas de sus principales ríos.

Los ejércitos imperiales, ahora bajo mando del conde de Tilly, ya que Wallenstein cayó en desgracia, no pudieron frenar el avance sueco hacia el Oder e intentaron mantener el control de la cuenca del Elba capturando la ciudad de Magdeburgo, el principal bastión protestante de la zona, la cual fue saqueada siendo asesinado el ochenta por ciento de su población. Escarmentados por la escabechina, los príncipes protestantes alemanes se unieron bajo mando del rey sueco con el fin de presentar cara a las tropas imperiales. En la batalla Breitenfeld, en 1631, tenía lugar la mayor victoria militar sueca de toda su historia, siendo aplastado el confiado ejército imperial por el mejor dirigido y organizado ejército de Gustavo II Adolfo el Grande. El sur de Alemania se abría al avance sueco que prosiguió por el curso del Meno y el Rin. En la primavera de 1632 un nuevo ejército católico intentó frenar el avance sueco a su cruce por el río Lech, el resultado fue una nueva derrota y la muerte del mismísimo Tilly, demostrándose una vez más la superioridad táctica del rey sueco, quien ahora apuntaba directamente al Danubio.

El emperador Fernando II tuvo que llamar nuevamente al defenestrado Albrecht von Wallenstein para arreglar el desaguisado, el cual aplicó una estrategia conservadora eludiendo un enfrentamiento directo con los suecos y atacando a sus aliados protestantes, amenazando de ese modo las líneas de comunicación enemigas mientras se disponía a pasar el invierno acantonado.
Gustavo II Adolfo, lejos de jugar este juego, atacó el campamento imperial en pleno mes de noviembre de 1632, forzando la sangrienta batalla de Lutzen, en la cual encontró la muerte combatiendo en primera línea. Aunque los suecos se alzaron con la victoria, la eliminación de la figura irremplazable del monarca sueco debilitó considerablemente al bando protestante.

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