A finales del siglo XVII, el poderío de Francia era tan insultante que provocó la unión de las principales naciones europeas contra ella, aunque entre ellas mismas llevaran décadas sacándose los ojos. En 1686 se formaba la Liga de Ausburgo a instancias del emperador Leopoldo I, llegando a formar parte de la misma en distintos momentos: el Sacro Imperio Romano Germánico, España, Inglaterra, Portugal, Suecia, Provincias Unidas, Austria, Baviera, Brandeburgo, Países Bajos, Palatinado, Sajonia y Saboya. Esta alianza nació para la guerra contra Francia, la cual estalló en 1688 cuando Luis XIV ordenó la invasión del Palatinado. La Guerra de los Nueve Años enfrentó a los ejércitos alemanes contra los franceses en las inmediaciones de la frontera natural del Rin durante años, asestándose ambos bandos golpes alternativamente. Sin embargo, el conflicto se extendió a otros escenarios pues el resto de naciones quisieron aprovechar la supuesta debilidad francesa.
En 1688 la Revolución Gloriosa acababa en Inglaterra con el derrocamiento de Jacobo II y la entronización de Guillermo de Orange y su esposa María II de Inglaterra, hija de Jacobo. Coronado como Guillermo III, el holandés adhirió el país a la Liga de Ausburgo, pasando ésta a llamarse la Gran Alianza. Para desactivar este nuevo frente, Luis el Grande puso al derrocado Jacobo II al mando de un ejército francés que desembarcó en Irlanda en 1689, sin embargo, los jacobitas fueron vencidos por los guillermistas al mando de John Churchill, I duque de Marlborough. Jacobo II tuvo que olvidarse definitivamente de la corona inglesa, pero su identificación como líder católico frente a los protestantes ingleses hizo que tanto él como su hijo fueran aclamados como candidatos al trono escocés en las revueltas que sacudieron esa región durante el siglo XVIII y que tuvieron su punto y final en la Batalla de Culloden.
El conflicto también se extendió por los Países Bajos donde el poderío del ejército francés, capitaneado por el Duque del Luxemburgo, se impuso en repetidas ocasiones al ejército aliado, destacando su victoria en Fleurus en 1690. Francia mantuvo activo hasta seis ejércitos a la vez en los distintos frentes, movilizando hasta casi cuatrocientos mil hombres, sin que su capacidad militar se resintiera e incluso llevando la iniciativa la mayor parte de las veces. La tropa era profesional y usaba equipo estandarizado, incluyendo las nuevas bayonetas que comenzaban a dejar obsoleto el uso de picas. Fue en el apartado naval donde los franceses pasaron más apuros, aunque su flota comenzó la contienda con todo su potencial y alguna victoria puntual, la superioridad numérica del combinado anglo-holandés y la derrota en La Hogue, en 1692, dejaron los navíos franceses anclados a puerto el resto del conflicto y sin capacidad de recuperación, destinándose los recursos franceses al ejército de tierra de forma prioritaria.
En 1693 el ejército francés consigue una victoria decisiva en la Batalla de Marsaglia, rompiendo el frente piamontés y amenazando toda Saboya. El conflicto se resolvió en 1696 con la defección del duque de Saboya del bando aliado, el cual mediante el Tratado de Turín se pasaba al bando francés con el fin de salvar los muebles. Con este acuerdo, Luis XIV desactivaba uno de los frentes y podía fortalecer los otros, avanzando simultáneamente sobre Barcelona y Milán, a la vez que se reforzaba el frente del norte. Tras nueve años de guerra las potencias beligerantes firmaron la paz mediante el Tratado de Rijswijk en 1697, el cual consistió en un complejo intercambio de cromos internacional que dejaba las cosas más o menos como antes del conflicto. Para variar, España no salió muy perjudicada ya que se le restituyó Cataluña, ocupada por el ejército borbónico, en lo que se supone un primer movimiento de Luis el Grande hacia el nuevo conflicto que se avecinaba: la Guerra de Sucesión Española.
Entre tanto, en Rusia fallecía Ivan V, quedando Pedro I como único zar a partir de 1696, lo que unido a la defección de la regente Sofía unos años antes, dejaba las manos libres por fin a este competente monarca hasta entonces eclipsado en la gestión de gobierno. Pedro soñaba con hacer de Rusia una potencia marítima y lo primero que hizo fue reestructurar el ejército al estilo europeo, con el fin de usarlo posteriormente para luchar por ganar salidas al mar tanto por el Báltico como por el Mar Negro, el primero controlado por Suecia y el segundo por el Imperio Otomano. A cambio de la cesión de Kiev, el zar prestaba su apoyo a los polacos para luchar contra tártaros y turcos, y lanzaba dos potentes campañas en dirección a Azov, la cual tomaba el mismo año. Se fundó Taganrog, la primera base naval rusa, desde donde se impulsó la construcción de una potente flota. Para hacer frente al poderío otomano, Pedro el Grande, que además de gran líder medía dos metros, dirigió la conocida como Gran Embajada que recorrió los principales países europeos, de la cual obtuvo importantes conocimientos y contactos, aunque el objetivo primario fracasó al no estar dispuestos ni franceses ni austríacos a apoyarlo contra los turcos, con quienes firmó la paz.
El zar ruso decidió entonces que su objetivo sería el Báltico, por lo que el conflicto con Suecia estaba servido. En 1699 se formaba una alianza entre Dinamarca, Polonia-Sajonia (ambos territorios compartían gobernante) y Rusia, para combatir a la Suecia de Carlos XII, un rey militar digno del legado de Gustavo II Adolfo, quien ya en 1700 demostró sus excelentes dotes militares. En el mismo año desembarcó en territorio danés obligando a este país a una rápida rendición e infligió a los rusos una contundente derrota. En la Batalla de Narva, con una inferioridad de uno a diez, los suecos perdieron a menos de setecientos hombres mientras que las bajas rusas ascendieron a más de veinte mil muertos, demostrando lo que un ejército profesional bien organizado podía hacer contra una turba de campesinos mal dirigidos. Pedro el Grande aprendió que aún le quedaba mucho camino por recorrer en la reforma de su ejército, aplicándose con éxito a ello.
Otro factor que de forma incidental intervino en el fracaso de la Gran Embajada fue la delicada salud de Carlos II y su falta de descendencia, pues esta circunstancia ponía en el tapete de la diplomacia europea la lucha por el control de la corona española y los múltiples territorios bajo su dominio, incluyendo los de ultramar. Las principales potencias comenzaron a postular a sus candidatos en base a reclamaciones sucesorias más o menos sólidas: el rey Luis XIV apostaba por Felipe, Duque de Anjou; el emperador Leopoldo I, postulaba a Carlos, Archiduque de Austria; mientras que el monarca Guillermo III defendía la candidatura de José Fernando, Príncipe de de Baviera. Las principales potencias europeas firmaron un Primer Tratado de Partición que cedía la corona al candidato bávaro, a cambio de repartir todas las posesiones españolas en Italia entre franceses y austríacos. La muerte de José Fernando llevó a la firma de un Segundo Tratado de Partición, mediante el cual se asignaba la corona al Archiduque Carlos a cambio de que todos los dominios españoles en Italia pasaran a control francés. En ultima instancia, esto no sirvió de mucho puesto que Carlos II rechazó los tratados ya que suponían la desmembración de una parte importantísima de los dominios españoles, por lo que optó por nombrar heredero a Felipe de Anjou, en el deseo de mantener la unidad de los territorios españoles bajo el paraguas ofrecido por el poderoso Luis XIV. Le guerra comenzó en 1701.
lunes, 17 de octubre de 2011
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