miércoles, 1 de agosto de 2012

Federica Augusta Sofía von Anhalt-Zerbst (y II)

Mientras los militares volcaban sus esfuerzos en el frente turco, donde se mantenía la guerra, miles de campesinos deseosos de escapar de la servidumbre, trabajadores industriales explotados, etnias turcomanas perseguidas, grupos de cosacos y otras comunidades descontentas con el régimen y su miserable situación social se unieron bajo el liderazgo de Pugachov, quien pretendió hacerse pasar por el fallecido Pedro III, poniendo en tela de juicio la autoridad de la zarina. El líder rebelde llegó a comandar un ejército de hasta treinta mil hombres que sembraron el pánico con actos de extrema violencia, arrasando grandes fincas de terratenientes e incluso asaltando ciudades como Samara y Kazán. Después de haber subestimado la rebelión en un principio, Catalina tuvo que destinar cada vez más recursos militares a sofocarla, reduciendo su presencia en el frente turco.

Sin embargo, los otomanos ya habían tenido bastante de momento y a mediados de 1774 solicitaron la paz. El Tratado de Küçük Kaynarca trasladó a la esfera diplomática la superioridad militar rusa, imponiendo compensaciones económicas, políticas y especialmente territoriales. Los rusos ganaron acceso al Mar Negro y el Kanato de Crimea formalmente se independizó, si bien la situación de hecho es que quedaba sometido a Rusia. Consecuencia inmediata de la paz resultó también el traslado de grandes contingentes de tropas a la zona del Volga, siendo aplastada la rebelión de Pugachov a finales del año. El líder rebelde fue traicionado por algunos de sus soldados, quienes lo entregaron a cambio de una recompensa de diez mil rublos, que tendría que ser un pastizal por la época, siendo posteriormente ejecutado.

En 1787 Catalina organizó un viaje triunfal a Crimea, un estado títere desde la paz de 1784, la cual anexionó formalmente a Rusia. Los otomanos, heridos en su orgullo y con ganas de revancha, usaron esta excusa para iniciar otra guerra. El nuevo sultán, Abd-ul-Hamid I, lanzó a su país nuevamente a una contienda mal planificada, sobre todo porque iniciaron el conflicto desconociendo una alianza firmada poco antes entre Rusia y el Sacro Imperio Romano Germánico, por lo que sufrió el contraataque combinado de ambas naciones. Los ejércitos otomanos eran inexpertos y levantiscos, sus generales un grupo de incompetentes y además, a mitad del conflicto, el sultán murió: la derrota se veía venir. Para colmo, los rusos seguían contando con la genialidad de Suvórov y un ejército veterano dirigido por oficiales muy competentes, por lo que sus victorias se sucedieron en tierra y mar.


En 1788, el primo de Catalina y rey de Suecia, Gustavo III, aprovechó el conflicto ruso con los otomanos para invadir territorio ruso sin previo aviso. Su objetivo era recuperar los territorios bálticos perdidos a comienzos de siglo en la Gran Guerra del Norte, mientras que su estrategia se basaba en un rápido avance y la toma de San Petesburgo. La zarina Catalina sobreestimó en un principio la potencia militar de su país, quizás debido a las continuadas victorias contra los otomanos, y sufrió graves pérdidas en la contienda contra los suecos, tanto a nivel terrestre como naval, teniendo que recurrir a la diplomacia para salvar el conflicto. Pese a frenar el avance sueco contra la capital rusa, el conflicto se enquistó hasta que la zarina consiguió que Dinamarca interviniera invadiendo Suecia. En pocos meses se alternaron victorias y derrotas en ambos bandos, hasta que finalmente, en el verano de 1790, Gustavo III consiguió negociar un acuerdo de paz con el que si bien no recuperó ningún territorio otrora sueco, al menos sí se aseguró que los rusos no volvieran a intentar intervenir en su política interna, ganando con ello un gran prestigio. Por su parte, Catalina la Grande consiguió una paz aceptable y liberó recursos con los que poner fin a la guerra abierta en el sur. Esto debió enfriar a los prusianos, los cuales habían firmado un tratado ofensivo con los otomanos para intervenir en el conflicto, al que los generales rusos fueron dando la puntilla hasta que finalmente, en 1792, el sultán se vio obligado a pedir la paz, esta vez a costa de la pérdida definitiva del Kanato de Crimea y la región de Yedisán.


Alcanzada la paz en su siempre convulsa frontera suroccidental, Catalina la Grande retomó e impulsó un nuevo desmembramiento la República de las Dos Naciones, en esta ocasión sin contar con Austria. En la primavera de 1792 un ejército ruso invadió sin previa declaración de guerra territorio polaco, rompiendo días después Prusia su alianza con Polonia y uniéndose a la fiesta de la partición. Los polacos lucharon pero, tal como ocurrió una década antes, los propios enfrentamientos entre sus clases dirigentes, bien pagadas por los enemigos de su patria, dieron al traste con la resistencia inicial. El mismo rey Estanislao II Poniatowski traicionó al país uniéndose a los nobles que apoyaban la invasión rusa. A comienzos de 1793 se formalizó la partición, correspondiendo a Rusia 250.000 kilómetros cuadrados, casi el triple de lo que le correspondió en la Primera Partición, incluyendo ciudades tan importantes como Minsk.

A penas un año después se produjo una sublevación en Polonia, obteniendo el ejército insurgente algunas victorias significativas bajo el mando del competente general Tadeusz Kosciuszko. Sin embargo, la descomposición interna del país era tal y la aristocracia estaba tan dividida que la oposición nunca fue sólida. La llegada de tropas rusas comandadas por el siempre eficiente Suvórov acabaron con la resistencia armada. En octubre de 1795 Rusia, Prusia y Austria formalizaban la tercera partición de Polonia que ponía fin a la República de las Dos Naciones, adquiriendo en virtud de ello los rusos el resto de Lituania y la llanura central polaca hasta la misma Varsovia.

Unos meses después la zarina organizó, a instancias de su amante el Príncipe Zubov, una expedición militar a Persia, imperio con el cual Rusia mantenía importantes disputas fronterizas en el Cáucaso. Sin embargo, Catalina la Grande ya no vivió el final de este conflicto, en noviembre de 1796, a los sesenta y siete años, fallecía de un ataque de apoplejía que la dejó en el sitio. Dejaba a su heredero el gobierno de un país mucho más grande, más rico y más poderoso que el que recibió, Rusia se había convertido bajo su mandato en una potencia europea.


Pablo I apenas gobernó cinco años, apartado por su madre de la esfera de poder durante décadas, se aplicó con saña a modificar la mayoría de las políticas seguidas por ésta tanto a nivel interior como exterior. Sus purgas entre los generales del ejército y su enfrentamiento abierto con la mayor parte de la nobleza llevaron a su asesinato por un nutrido grupo de conjurados, quienes actuaron con la connivencia de su hijo y nieto de Catalina, Alejandro I.

2 comentarios:

Joe Peres dijo...

Muy buena la Catalina, a ver si cuando termines con la serie de 'Grandes' nos deleitas con alguna historia de la conquista de Siberia que seguro que hay cosas muy interesantes.

uno de tantos dijo...

Un apunte morboso. De ella sus detractores llegaron a hacer correr el rumor que no solo se beneficiaba a innumerables amantes rusos, sino que en su insaciable apetito incluso se entregaba al bestialismo con caballos.