Asoma un sol otoñal, tímido, como si temiese alumbrar lo que no debe ser visto. La aldea está sobremanera tranquila. Ni siquiera las aves de corral alborotan con su ajetreo matutino. Una calma desolada que se extiende como un manto empapado en la sangre de los caídos. El combate por el bastión terminó.
Un par de horas antes la locura y el estruendo de la lucha se apoderaron del lugar. Los asaltantes pasaron de largo por entre las cabañas y casuchas en el asalto inicial, directos a su objetivo primario. Este los esperaba con el portón principal abierto, los guardianes del turno de noche eliminados de forma artera y la plaza fuerte entregada. Uno de los asesinos – nunca se sabe cuántos forman el grupo de estos- debió ser sorprendido en medio de su tarea y sonó un grito de alarma. Pero ya era tarde. El grueso de la tropa invasora había tomado ya las almenas de las murallas exteriores y la resistencia estaba condenada. Conforme salían al patio los defensores eran ensartados por las lanzas arrojadas desde las altas murallas. Tampoco sirvió de nada que se intentasen replegar en el torreón, dando por perdido el resto. El portón había quedado abierto en el intento de salida y solo fue cuestión de tiempo y sangre derrotarlos arrinconados, estancia por estancia, peleando por cada palmo de escalera y cada losa de suelo. Quienes quedaron en los barracones exteriores fueron asfixiados dentro con humo o aseteados al tratar de salir. El silencio se apoderó del castillo después, cuando tocó el turno a arrasar la aldea que se desparrama ante sus muros.
No hay jadeos de moribundo. Ya han sido despachados todos ellos. Junto con los heridos de la guardia. Y el resto de la guarnición. En la aldea cualquier varón en edad de empuñar un arma ha sido aherrojado.
Afinando mucho el oído sí que se pueden discernir algunos sonidos apagados fuera: sollozos entrecortados en algunas cabañas, algún lamento temeroso y algún que otro gemido. Unas pocas figuras pertrechadas para la guerra andan entre las chozas. Por su paso no se puede saber si solo patrullan o si siguen a la busca de algún botín, sea objeto, animal o persona.
El resto está dentro, en el saqueo del fortín. En la parte superior al matacán hay encaramados dos tipos corpulentos vigilando. Cubiertos aún de costras de sangre propia y enemiga. Es el mejor punto para controlar a la vez la aldea, el camino y la plaza de armas. Sin embargo, es extraño que se hayan apostado sobre la construcción y no dentro. Parece como si sus primitivas costumbres los impulsaran a rehusar estar bajo techo. O tal vez sea que simplemente tienen mejor ángulo de visión desde incómodo techado.
Comparten rasgos duros y corpulencia. Tal vez incluso sean parientes, en las aldeas de montañeses norteños ya se sabe. Hablan poco entre ellos, como es la costumbre de su pueblo. Parecen demasiado ocupados escrutando los alrededores. La aparente calma después de la lucha no parece haberlos dejado satisfechos. En la montaña de donde proceden nunca se está en completa calma, incluso tras la victoria. Más aún cuando ambos conocen la situación que se cuece en el interior.
Aún no han sacado al señor del fuerte de sus aposentos donde se ha parapetado. Y sigue aún vivo solo porque su vida puede valer oro. Mientras el capitán trata de discernir si esto es así o no, aún no ha decidido qué hacer. Lo normal habría sido que hubiese salido a morir con sus hombres, con lo que no se habría planteado la oportunidad de capturarlo vivo. Luchar con arrojo y entregar la vida muy cara. Es lo que se espera de todo un Señor. Por algo es Señor. Sin embargo esta rata indigna se ha refugiado en su alcoba. Brindándoles nuevas oportunidades con ello, pero también un quebradero de cabeza.
El capitán es un viejo lobo de batalla. Conoce su oficio y sabe que el tipejo debería estar muerto. Que su propio Señor no le culpará si entran en la estancia y acaban con ese cobarde como es debido. Pero eso costaría pérdidas innecesarias entre sus hombres. No le pagan por sus muertos, al menos no en esta misión. Aunque el noble se haya comportando como una rata cobarde antes, las ratas arrinconadas son muy peligrosas. Más si están armadas con fierro bien forjado.
También sabe que el señor del castillo ha dejado de merecer una muerte digna con sus actos y que bien podrían asfixiarlo allí dentro. Ningún Señor permitiría que sus hombres dieran una muerte tan poco honrosa a otro noble honorable. Menos aún ordenado por un capitán plebeyo. Los nobles se cuidan mucho de mantener su estatus. Incluso dando ejemplo con los enemigos. Un noble siempre merece un respeto, ya se sabe.
Pero este noble se ha comportado como una sanguijuela indigna, por lo que el capitán no cree que su Señor se molestase si se saltase el tratamiento debido. Tal vez una amonestación simbólica en el salón delante de los cortesanos y otros mandos, para después recompensarlo con más hombres, mejores misiones o tal vez un pequeño ascenso por hacer el trabajo sucio. Así ha sido otras veces. Aunque en temas de nobleza, con los Señores no se sabe nunca.
De ser un hombre más joven y ardoros, ya habría resuelto el conflicto, posiblemente entrando a sangre y fuego. Pero el capitán es un hombre maduro, curtido y con esa sabiduría que solo da la guerra. Los capitanes de bajo linaje solo alcanzan esa edad siendo sagaces y precavidos con aquellos de más alta cuna.
También es un perro viejo de la vida. Sabe que un noble vale oro. Por muy indigno y cobarde que sea. Los nobles tienen lazos familiares: contactos que pueden pagar un rescate. Nadie tiene que saber que el tipo es una sabandija rastrera y despreciable que no merezca ni su peso en bosta de mula. Los capitanes plebeyos como él no prosperan si no saben aprovechar las oportunidades. Tal vez esta sea la suya. Solo tiene que saber resolverla.
Le queda la baza de los asesinos encomendados a su expedición. Los asesinos proceden de una remota aldea del sur donde rinden culto a la muerte reptante. Son gente taimada y reservada, dados a usar el subterfugio y los trucos sucios para vencer en combates traicioneros, nunca cara a cara donde tienen las de perder. Sus rostros son enjutos, aunque nunca los dejan ver, sus ropajes parecen aún más sucios que los de su tropa y si hubiese hablado alguna vez con alguno de ellos juraría que tienen pinta de oler mal. Además está su mirada, que dicen que de por sí sola envenena. Pero nadie se acerca nunca tanto a los asesinos como para comprobarlo, porque incluso a los más aguerridos de sus mercenarios les producen escalofríos. Las órdenes de los asesinos ya vienen dadas desde el propio Señor, por lo que hasta ahora no ha necesitado cruzar palabra alguna con su líder. Han bastado algunos gestos preestablecidos por el común lenguaje de batalla de la casa de su Señor. Ni siquiera sabe con exactitud cuantos son...
Recurrir a ellos para capturar al noble es poco o más bien nada honorable. Sin embargo esta solución “sucia” es la salida más “limpia” para sus problemas.
Así que después de mucho meditar y antes de que la situación se desmadre, planea que los asesinos se deslicen por el muro exterior mientras él negocia con el noble tras la puerta. Cuando los asesinos estén en sus puestos, romperá la negociación con malas palabras y sus hombres aporrearán la puerta para distraer a la presa, haciéndole creer que entrarán finalmente a por él. En ese momento uno de los asesinos arrancará el ventanuco con sus artimañas mientras otro neutraliza al señor con sus dardos emponzoñados.
Ahora solo le falta convencer al líder de los asesinos. Solo de pensarlo se le hiela la sangre y se le antoja si no debe meditarlo más para encontrar otra salida.
Mientras, en el exterior, los dos vigías de la entrada siguen ojo avizor. Uno de ellos gruñe al otro y señala con la punta de su lanza en dirección al sendero. El segundo frunce el ceño bajo el reborde del morrión, tratándo de entrever en la penumbra matinal del sotobosque y los retazos de neblina. Un pequeño poni sin jinete asoma por el recodo de la fronda. A esa distancia no se puede decir si sus resoplidos son de cansancio o si está asustado. La bestia se ha parado y ventea en dirección a la aldea, reticente.
Lo que sí han podido identificar a esa distancia es un pequeño arco compuesto alojado a la altura de la silla.
domingo, 25 de julio de 2010
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5 comentarios:
Muy bueno, la cosa se pone interesante. Además me gusta el enlace con la primera parte basándote en el poni... ¿qué importancia tiene el arco? Lo has nombrado en los dos relatos.
Más, más.
En efecto se pone bastante interesante... En especial el tema de los asesinos pone los pelos como escarpias... ¿de dónde habrán salido?
Bueno, la ambientación me suena muy japonesa, por todos esos temas del honor de los señores en el combate y los 'asesinos' [¿ninjas?]. También por el hecho del miedo que les tenían pero que no los consideraban 'honorables' pero sí útiles... supongo que nos iremos enterando en futuras entregas.
Para ser sincero, en realidad la ambientación está un poco indeterminada. Es parte del jugueteo que me traigo entre manos. Cada capítulo procuro hacerlo del tirón. Me siento sin muchas ideas preconcebidas del ambiente (solo unos bosquejos de trama que los una), lo escribo tal como sale y lo dejo reposar un día o así. Al día siguiente las ideas se han decantado y retiro las impurezas de las incoherencias gramaticales, filtro las imperfecciones que aprecio y lo sirvo para que lo degusteis.
Salvo los topónimos, que son perfectamente sustituibles, lo demás es intemporal e ubicuo.
Evidentemente, hay una clara influencia nipona que no puedo evitar, aunque ha sido del todo inocente y sin pretenderlo. Al terminar la primera me di cuenta de que podía derivar por ahí, así que no quiero que vaya ni que deje de ir.
Creo que las cuestiones de honor no son exclusivas de los japos, no obstante. Es algo puramente feudal y postfeudal. La honorabilidad como ritual social para preservar los privilegios de unos pocos.
Mi idea inicial era darle un toque más "hiperbóreo" y tosco. Pero en seguida se me fue la pinza en la mescolanza que teneis delante. Supongo que me tira más cierto grado de civilización.
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