Confundida, aterrorizada y sin saber qué hacer. Si se aleja del tocón tal vez la descubran mientras huye al bosque. Si se queda allí tarde o temprano la encontrarán. Son demasiados y no sabe de dónde han salido. Ha estado oyendo horrorizada los sonidos de la desesperanza. Compungidos quejidos de mujer. Asustados lloros de niños silenciados por madres aún más atemorizadas. También palabras bruscas por voces broncas. No sabe realmente cuanto tiempo lleva allí, pero le ha resultado una eternidad insufrible escuchar a sus convecinos sometidos.
Para ella todo había comenzado aquella noche unas horas antes. Su amado estaba fuera, de patrulla para el Señor, como de costumbre. Casi siempre estaba sola, aunque no le molestaba. Se sentía querida y él hacía todo eso por ella. Él había renunciado a su gente en las llanuras solo por estar con ella. Eso es lo que él siempre le decía. Aunque ella sabía que era una verdad a medias. También le contaba que era descendiente de un linaje de príncipes de las estepas, un jinete bravo. Eso también era solo parcialmente cierto. Entonces le enseñaba su arco compuesto, joya de la artesanía, artilugio bélico sin parangón a este lado de las cumbres de la cadena del Ku’e que el reclamaba como legítima prueba de sus derechos de heredad. Eso era otra de sus entrañables bravatas –que en el fondo era lo que a ella tanto seducía del carácter de él.
Porque ella ya sabía que su principesco y embaucador amor era uno de los múltiples hijos de los múltiples hijos bastardos con los que el famoso conquistador estepario había diseminado la mitad de las tierras fronterizas. También sabía –tácitamente lo sabían ambos- que el dominio de los jinetes esteparios murió con su gran líder, el abuelo de su amado.
Sabía parte de todo eso –la caída del imperio de los salvajes era algo difundido por entre los habitantes de las montañas- porque se lo había revelado la anciana. La misma a quien fue a ver aquella noche. Antaño ella se refería a la anciana como el resto de aldeanos. De hecho, seguía haciéndolo así entre sus vecinos para no llamar la atención: la vieja del barranco, la bruja loca o la bruja come-niños.
Sin embargo todo cambió un día que recogía bayas cerca de la embocadura del citado barranco. Es un lugar donde la chiquillería no suele recolectar, por las obvias consideraciones que conlleva la fama de la mujer que habita cerca. Esto hace que no estén esquilmadas las zarzamoras ni los escaramujos. Tan solo compite con la población local de pitos reales y algún arrendajo goloso. El lugar, además, es de difícil acceso incluso para los estándares de la zona, lo que configura el paraje como notable entre los escaladores más temerarios. Esos mismos obstáculos de la orografía agreste del lugar fueron los que le jugaron una mala pasada a ella, el día en que se torció un tobillo tratando de salir con su cargamento de frutos. Para su ventura, la anciana deambulaba no lejos de allí. La socorrió, ayudándola a salir del aprieto. Después atendió la lesión con un emplasto de hierbas y musgo que alivió la hinchazón. Ella, sorprendida de la amabilidad de la anciana mujer, descubrió que las habladurías que se contaban en la aldea eran infundadas. Le agradeció los cuidados con su cargamento de bayas y a partir de ahí se acercaba furtivamente a visitarla de vez en cuando. Poco a poco fue conociéndola y descubrió que, si bien la anciana era harto peculiar en su modo de vida y de extravagantes costumbres, era de corazón afable. Ella, una campesina de las tierras bajas casada con un bárbaro extranjero, llegados como parte del contingente de colonos inmigrados a las montañas cuando el nuevo Señor retomó la explotación de la mina, no tenía muchas amistades entre las demás mujeres. La mayoría de sus maridos eran labriegos o jornaleros en la mina. La amistad con la anciana le brindó un asidero emocional en esta nueva tierra.
Así fue que intimó tanto con la anciana que después descubrió que esta poseía el don de adivinar los designios del destino en los posos del té, ese de hierbas amargas que preparaba. O mediante las estrellas, a las que canturreaba medio desnudas sus flácidas carnes en las noches de luna nueva.
Así fue que descubrió todas las medias verdades sobre su amado y así fue que aquella precisa noche había acudido a la anciana una vez más, para averiguar a qué se debía su indisposición de los últimos días. Sus sospechas se confirmaron. Estaba encinta del linaje del conquistador. Tenía una gran noticia que dar a su amado.
Todo su gozo se truncó al acercarse al poblado y solo el capricho de la fortuna quiso que no hubiese llegado ya al poblado cuando aquellos despiadados saqueadores empezaron a corretear por entre las chozas. Ya habían saciado su sed de sangre con los soldados de la fortaleza y ahora querían saciar otras pulsiones. Presenció como los aldeanos varones eran sacados de sus hogares, amenazados, aporreados con las astas de las lanzas y pateados. Si alguno no se hubiese humillado habría sufrido la misma suerte que sus protectores del castillo. Apenas pudo ver esa parte acuclillada tras un tocón de la linde tras el que se agazapó al oír los primeros gritos. Después lanzó temerosas miradas, enturbiadas por lágrimas. Vió a figuras sombrías por el poblado, entre las casuchas. Deambulando, rebuscando como fieras. El tiempo discurriendo lento cual tormento por traición.
No, no puede dejarse arrastrar por el pánico que la zarandea en temblores traicioneros. Busca algo firme en su interior y se agarra a una idea, aquello que su príncipe estepario habría hecho, lo que le diría en ese momento: acechar como el zorro de las praderas, aguardando cauto y receloso. Sin más, sin pensar en otra cosa. Solo atenta a esperar y vigilar. Como un cazador de ratopines. Una idea en la mente para tenerla despejada de todo sentimiento de pavor. Con todo, se sujeta la mano trémula para recuperar cierta calma.
Es entonces, gracias a que está plenamente consciente del entorno, que oye algo. O más bien deja de oir. El ruido de los mercenarios ha cesado. No se fía. Se le acelera el pulso aún más si cabe y le cuesta concentrarse, los latidos martilleando sus oídos. Trata de escuchar un poco más. Se asoma tímida y lanza una mirada. ¡Es cierto! Sus ojos ya no están tan nublados por el llanto así que puede confiar en ellos más que en sus oídos palpitantes. Simplemente no están allí.
El corazón le da un vuelco. Las piernas le echan a correr solas. Hacia el bosque, hacia lo oculto. Corre sin mirar atrás. Sin querer saber lo que sucede a sus espaldas. Escapando de la incertidumbre de la presa, del horror del testigo que se adivina próxima víctima. Huyendo de la torturante espera. Libre. Libre del miedo que la atenazaba, entregándose a un desesperado acto instintivo por sobrevivir. Adentrándose en el bosque.
Las ramas bajas de los árboles le arañan cara y brazos. Los arbustos atraviesan la falda con espinas lacerantes que desgarran la tela y pican sus piernas. Se destroza los pies con raíces y piedras sueltas. Pero por nada deja de correr, nada la detiene. Casi se siente impulsada por una fuerza de la naturaleza. Como si el propio corazón del bosque la guiase en un trance de castigo físico y liberación espiritual. Algo que palpita en su interior y es llamado por algún lugar de entre la vegetación, la tierra húmeda y el olor a musgo y hojas muertas. Hacia la profundidad oscura y verde, dejándose llevar. Arrastrada por un llamado atávico de la montaña sin saber a donde va. Sin querer saber. Entregada.
Cae extenuada tras su alocada carrera. La cabeza le da vueltas y está mareada, desorientada. No comprende qué le ha sucedido. Conforme se apacigua el latir de su corazón, desaparecen los fogonazos en sus ojos y puede enfocar la vista. Rayos de sol la bañan gentilmente, escurridos por la cobertura de hojas. El cielo está parcialmente cubierto por ramas que se inclinan desde el borde. Es un claro en lo más perdido del bosque. Recóndito y secreto. Algo seco y menudo cae en su regazo y se incorpora. Entonces empieza a reconocer. Un grupo de piedras. El gran alerce presidiendo con sus agujas encrespadas. El coro de arces, susurrando una melodía apacible con las hojas, sus semillas planeando desprendidas con la brisa en giros jugetones.
Es su claro. El sitio donde él la trajo aquella vez, a las pocas semanas de llegar. Cuando ella dudaba de su elección al acudir al reclutamiento de colonos del Señor. Él había descubierto el sitio al extraviarse en una de sus primeras patrullas, cuando aún no conocía la zona que luego pasó a controlar como si fuera su amada estepa. Allí él la sosegó, apaciguó su inquietud y la convenció de que juntos podrían superar cualquier dificultad. Ya que él la amaba y era de la estirpe del más grande conquistador. Ella también lo amaba y por eso se dejó convencer pronto. Después celebraron su mutua acuerdo con un mutuo y delicioso revolcón. Aquel paraje la reconfortaba en su interior y la hacía sentirse segura desde entonces saber que estaba allí, en algún recóndito lugar del bosque.
Regresaron de aquel día maravilloso, ella en la grupa del poni, o takhi como él lo definía a veces. Aunque de nombre lo llamase “Nuru” y nunca entendiese aquella multiplicidad de apelativos. Como no terminó nunca de entender el apego y familiaridad de su príncipe para con el peludo animal.
Toda esa nostalgia se agolpa en su pecho, acumulada con el miedo pasado, la pena por la aldea, la excitación frenética de la carrera y se desborda en un llanto amargo, desgarrada con tanta emoción se hunde sobre sí misma, acongojada. ¡Su príncipe! ¿¡Dónde está su príncipe ahora!?
Y es entonces que siente una presencia a su lado, treinta y pico arrobas peludas que con un áspero lenguetazo borran sus lágrimas de un sopetón. Una testuz enorme con ojillos negros almendrados que se ha acercado con tanto respeto a su dolor que ni ha oído sus cascos. Se incorpora hacia él.
-¡Nuru! ¿Dónde está el amo? Dime Nuru, ¿dónde está?
El animal, se revuelve, se sacude y sus crines hirsutas se balancean, como rehusando la pregunta, en realidad incómodo ante la ansiedad de la mujer.
-Nuru, llévame hasta él ¡Oh, Nuru! Tráemelo, Nuru bonito, devuélveme a mi príncipe, Nuru... - suplica ella irrumpiendo en nuevos sollozos y derrumbándose de nuevo. Es entonces que la bestia cabecea suavemente contra ella, interrumpe su llanto y la empuja para que se incorpore, a lo que ella reacciona con lentitud.
-No Nuru, no, … - gimotea la mujer- no puede ser, no puedo seguir sin él. Sola no puedo...
El animal frota su cabeza contra el vientre de ella en ese momento. El mismo que alberga al hijo de su amado príncipe. El de sangre de conquistador, aquel que nunca se arredró ante la adversidad. Su recuerdo vivificado, personificado en una promesa de vida y esperanza.
Es entonces que ella se vuelve a levantar, se abraza al animal y retoma el aliento para exhalar un largo suspiro de comprensión y aceptación. Conectada con la realidad que le transmite la tierra a sus pies, el aire en sus pulmones, la vegetación que la rodea, y la sangre caliente del animal sintiente que abraza. En definitiva, la vida.
Tiene que seguir adelante para poder contarle a su hijo -pues varón dijo la anciana que será- que es descendiente del linaje del conquistador, príncipe de las estepas. Para demostrarselo contará con su heredad: un poni de pura raza, testarudo y fiel, y un arco compuesto de factura sofisticada y precisión inigualable.
Se sacude las ropas de hojarasca y tierra para emprender el viaje hacia una nueva vida, con el poni andando a su lado.
--- FIN ---
sábado, 31 de julio de 2010
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7 comentarios:
Enhorabuena me ha gustado mucho,¿eso ha sido algo terminado?. Admito que yo voté: "da igual, es incapaz de centrarse".
Me ha encantado, como comenté antes me gusta mucho que el hilo conductor entre cada capítulo sea el poni. Enhorabuena.
@Alvarf: en realidad yo también voté eso mismo XD
Sí, es un FIN de "acabado final".
Lo que no quita que en un futuro pueda dar lugar a una secuela. Pero manteniendo su independencia y estructuras separadas. Coñe, para una vez que acabo algo no me pidas que lo prolongue :P
@Joe: para ser sincero, lo del poni salió de casualidad y viendo que funcionaba y gustaba le he dado más peso. Ya sabeis, el blog es interactivo.
Me alegro que haya gustado. A ver si ahora le meto algo de mano a las otras series y voy cerrando alguna igualmente.
Bueno, por fin me la he terminado.
Me ha gustado mucho, como dice Joe el nexo del poni queda muy chulo.
Yo creo que deberías dejarla aquí, aunque tienes razon que da lugar a precuelas/secuelas.
He votao que la dejes de lado, la reconquista y el apocalipsis molan más :P
Saludines Wirself
Además, como lector ávido, sería un fantástico primer capítulo de un libro.
Ufff, esto de proponerte un libro es para echarse a temblar...
Deja deja Joe, que ya bastantes proyectos inconclusos tiene uno...
La secuela es algo que no me he planteado por ahora y no era mi objetivo. Quería hacer un cuento, no más.
Voy a ver si le hago un poco de caso a Wirself y voy cerrando historietas de post-ap.
Pero ya sabeis como funciona esto, cualquier dia me da la "picá", me caliento el teclado y nos encontramos la saga del pequeño principito... :P XD
Me sumo a los comentarios :)
Mequedo con las cosas que quedan en el tintero.... esos asesinos... ¿no acabarán vinendo a Urbundia, no?
:P
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