Desde el primer momento Luis XIV tuvo que lidiar con importantes asuntos, el primero de ellos finiquitar la guerra que mantenía con los Habsburgo a nivel europeo. Dos años después de Rocroi, en 1645, el ejército francés conseguía sendas victorias, en Jankau y Nördlingen, dejando a Baviera fuera de la guerra. El avance francés hacia territorio imperial continúo y en 1648 prácticamente sólo Austria quedaba bajo control del emperador, por lo que el nuevo emperador, Fernando III, se vio obligado a aceptar los términos de la Paz de Westfalia, por la cual el Sacro Imperio Romano Germánico no sólo cedía importantes regiones a Francia, sino que aceptaba una mayor autonomía de los principados alemanes, lo cual debilitó profundamente el poder imperial. Los suecos por su parte, conseguían grandes cesiones territoriales en el norte de Alemania y con ello el ansiado dominio del Báltico. Vencidos los imperiales, Luis XIV pretendió el aislamiento internacional de España, la cual sin embargo aprovechó la misma conferencia de paz para finiquitar su largo conflicto con las Provincias Unidas, a las cuales les fue reconocida la independencia, aunque la guerra con los españoles siguió activa con el apoyo de la Inglaterra de Oliver Cromwell.
En la Batalla de las Dunas, en 1658, se iba a tomar por culo definitivamente la supremacía militar que los tercios habían dado a España durante más de un siglo. La consecuencia política directa fue la firma del Tratado de los Pirineos, del cual obtuvo Francia importantes cesiones territoriales, como el Rosellón o el condado de Artois, además de la boda de Luis con la infanta española María Teresa de Austria, incluyendo una suculenta dote de medio millón de escudos de oro. Al menos, los franceses dejaron con el culo al aire a los catalanes, que al perder el apoyo Borbón se fueron viniendo abajo hasta que la revuelta independentista fue totalmente sofocada. Distinto final tuvo la revuelta en Portugal, en 1665, infligían al ejército español una contundente derrota en Villaviciosa, que llevaría a la firma del Tratado de Lisboa en el cual se reconocía la independencia del país de la Corona española.
Pero esto ya no llegaría a verlo Felipe IV, quien fallecía en septiembre de 1665, dejando el país en manos del único varón legítimo que le había sobrevivido, nada menos que Carlos II el Hechizado, quien por entonces tenía cuatro años, para regocijo de los enemigos de España. Luis XIV, por su parte, veía una nueva oportunidad para dar otro gran bocado a territorio español. En 1667 el ejército francés, al mando del brillante Príncipe de Condé, invadió el Franco Condado con la excusa del impago de la dote de boda entre el monarca francés y la infanta española.
Era la puntilla para una España exhausta que no pudo hacer frente a la acometida francesa, la cual sólo se vio frenada por la intervención internacional. Inglaterra, Suecia y las Provincias Unidas, hasta hace pocos años aliadas de Francia, formaron la Triple Alianza para venir a decirle a Luis XIV que ya estaba bien de expandirse tanto que, al fin y al cabo, no dejaba de ser un monarca católico con demasiado poder. Por el Tratado de Aquisgrán se ponía fin a este conflicto, llamado Guerra de Devolución, por el cual Francia obtenía nuevos territorios, llevando a efecto la política ya iniciada por Richelieu de alejar las fronteras lo más posible de París a costa de los españoles.
La valía de Luis XIV se demostró también en el juego diplomático, obteniendo en 1670 una alianza con Inglaterra que rompía la Triple Alianza protestante que tan poco le había agradado al monarca francés. Desde 1660 Inglaterra estaba gobernada por otro Carlos II (ojalá hubieran tenido los ingleses muchos monarcas como ese) quien se pasó casi todo su reinado a dos velas, malvendiendo territorios y firmando acuerdos como el Tratado de Dover, en 1670, por el cual a cambio de una fuerte compensación económica, se comprometía a apoyar a Francia en la invasión de las Provincias Unidas y, lo que es más sorprendente, a convertirse al catolicismo y también a su país.
Con esta alianza en el bolsillo, Luis XIV envió un potente ejército de noventa mil hombres a las Provincias Unidas con el que pronto ocupó la mayor parte del país, sin embargo, seguro de su victoria, el avance francés fue lento y demasiado confiado, dando tiempo a los holandeses a organizar su defensa llevando a cado medidas tan drásticas como inundar sus campos y asesinar en linchamiento público al estatúder pro-francés que los gobernaba. Este asesinato quizás fue promovido por el sucesor en el puesto, Guillermo de Orange, personaje de larga trayectoria política que acabaría haciéndose también con las coronas inglesa, irlandesa y escocesa. Entre tanto, en 1672, en la lejana Rusia nacía Pedro, de la dinastía Romanov, hijo del zar Alexis I, en un enrarecido ambiente palaciego que avecinaba conflictos.
En Holanda la resistencia militar en tierra se recrudeció, pese a la victoria de Turenne en la batalla de Turckheim, en 1675, la cual serviría de inspiración a Napoleón para Austerlizt. Por otro lado, nada menos que cuatro victorias consecutivas de la flota holandesa contra la escuadra inglesa provocaron que Inglaterra abandonara la contienda.
Guillermo de Orange resultó un hábil diplomático que cerró una rápida alianza con el emperador alemán y el monarca español, lo cual extendió el conflicto y lo empantanó. En 1678 Luis XIV conseguía la paz en los Tratados de Nimega, donde la mayor parte de la factura la pagó la debilitada España mediante la cesión del Franco Condado. El Sacro Imperio Romano Germánico empezaba un lento declive agudizado por el expansionismo de los otomanos, quienes llegaron a asediar Viena en 1683.
Entre tanto, en Rusia falleció el zar, siendo sucedido por su hijo Teodoro III, hermanastro del infante Pedro, de breve reinado pues falleció a los seis años de ceñir la corona, en 1682, sin descendencia.
Se abrió entonces una sangrienta lucha interna por el control del país, llegándose a una solución de compromiso con el nombramiento de dos zares hermanastros, Pedro I e Iván V, bajo regencia de Sofía Romanov, hermana de este último.
La década de 1680 vio elevada a Francia a potencia dominante del continente, Luis el Grande se había convertido en el principal árbitro de la política europea, tenía tan sólo cuarenta años, gozaba de buena salud y poseía una ambición sin límites. El acierto del monarca francés en política exterior no sólo se demostró en el ámbito bélico, sino también en el diplomático y comercial, fomentando las relaciones con territorios tan alejados como Siam y Persia, e impulsando exploraciones y conquistas por todo el globo terráqueo, destacando entre estas las realizadas por René Robert Cavelier de La Salle, quien llamó la Luisiana a los territorios adquiridos en la cuenca del Missisipi en su nombre.
A nivel interno, el Rey Sol supo rodearse de hábiles ministros como Jean-Baptiste Colbert, quien triplicó los ingresos de la Corona durante su brillante gestión, o el marqués de Vaubán, eminente ingeniero militar que mejoró las defensas y fortificaciones de más de trescientas localidades. Con el fin de afianzar su poder, el monarca maniató tanto al clero como a la nobleza, a la cual arrastró a vivir en el nuevo Palacio de Versalles bajo su atenta vigilancia, a la vez que promocionaba a plebeyos fieles y competentes a puestos ministeriales. Alejados de sus feudos y de los cargos públicos más importantes, los miembros de la alta nobleza quedaban relegados a la condición de cortesanos.
En materia eclesiástica, Luis XIV reunió a los principales eclesiásticos gabachos y les vino a decir: aquí mando yo, luego dios y luego el papa, cosa que a ellos les pareció muy razonable. El papa protestó algo, pero el caso es que ni sus legados entraban en Francia, ni sus normas eclesiásticas se aplicaban, si el monarca absolutista no daba el visto bueno antes. Sin embargo, Luis XIV se valió del Catolicismo para consolidar la unión nacional. De este modo, promulgó en 1685 el Edicto de Fointaneblau, el cual derogaba el Edicto de Nantes y declaraba que sólo el Catolicismo era la religión legal en Francia, proscribiendo otros cultos como el Protestantismo. La medida fue complementada con la realización de dragonadas, es decir, soltarle la correa a unidades de dragones para que saquearan a su antojo poblaciones francesas donde anidaba el protestantismo.
La reina falleció en 1683, y como Luis estaba ya devuelta de todo, en lugar de buscarse una nueva esposa del mismo rango, se casó con quien le dio la gana. La agraciada fue una de sus múltiples amantes, a quienes tenía a sopa y mantel en la corte haciéndoles bastardos. Una docena tuvo, además de seis hijos legítimos. El matrimonio, eso sí, fue secreto o todo lo secreto que podía serlo en una corte con miles de ojos y oídos, ya que la esposa, madame de Maintenon, tenían un curriculum para sacarle los colores a cualquier aristócrata que se preciara: nació en la cárcel donde estaba encerrado su padre por falsificador, fue criada por una tía hugonota en la fe protestante, se casó con un poeta paralítico de quien enviudó al poco, y consiguió el puesto de institutriz de unos bastardos reales demostrando ser mejor amante que la amante del rey, a quien fue enamorando hasta que la hizo marquesa y se casó con ella.
jueves, 13 de octubre de 2011
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1 comentario:
Perros franceses. Por cierto, magnífica entrada.
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