En el año 476 Rómulo Augusto fue depuesto como emperador por Odoacro, contándose a partir de esta fecha la desaparición del Imperio Romano de Occidente. Zenón, que por entonces era emperador del Imperio Romano de Oriente, no se tomó a bien este hecho pero, como no le quedaba otra, aceptó el gobierno de Odoacro como dux de Italia quedando sometido nominalmente al poder del emperador.
Sin embargo, tiempo después Odoacro comenzó a llamarse rey de Italia y las relaciones entre ambos fueron tensándose hasta que Zenón tuvo la feliz idea de encargar a un joven Teodorico V, rey de los ostrogodos, que le ajustara las cuentas a Odoacro y de paso le despejara un poco los Balcanes de tanto bárbaro, con todos los respetos, por muy federados que fueran.
Así, los ostrogodos se dirigieron a Italia teniendo algún enfrentamiento con los hérulos de Odoacro y ocupando Rávena, aunque la cosa tampoco llegó a mayores por que, viendo la que se le venía encima, Odoacro pactó un acuerdo para repartirse con los nuevos invasores el territorio italiano. Para celebrarlo Teodorico montó un banquete en el que, como colofón de la fiesta, le metió una sobredosis de hierro entre pecho y espalda a Odoacro. Italia tenía un nuevo rey, muy romanizado, que respetó la mayoría de instituciones preexistentes y simbólicamente permaneció sometido al emperador, llevando un reinado relativamente tranquilo. Mientras toda Europa se convulsionaba tras la caída de Roma, Teodorico asentó a su pueblo de forma estable y próspera entre Italia y Dalmacia.
En el año 507 los francos del expansionista Clodoveo I masacraron a los visigodos en la Batalla de Vouillé, aunque la intervención de sus aliados ostrogodos permitió a estos reorganizarse y trasladarse hacia Hispania. Teodorico aprovechó para convertirse en tutor del nuevo rey visigodo, su nieto Amalarico, a quien controló hasta su muerte en el año 526, ejerciendo la regencia. La desaparición de Teodorico el Grande sumió a los ostrogodos en una crisis sucesoria seguida de una guerra civil que fue hábilmente aprovechada por otro grande: Justiniano.
Sobrino de un importante general bizantino que ascendió hasta la púrpura imperial, Justiniano I gozó de una buena educación que supo aprovechar, demostrando ya de joven sus buenas cualidades militares y de gobierno. En el año 527 fue proclamado emperador del Imperio Romano de Oriente, iniciando un brillante reinado en el que destacó tanto en política interior como exterior. Justiniano fue el último emperador que intentó recuperar los territorios perdidos por Roma en occidente, articulando para ello una concienzuda serie de campañas militares que su excelente general Belisario supo llevar a buen término. Para poder llevar a cabo este ambicioso proyecto, Justiniano se tragó un tratado de paz algo humillante en 532, frente al Imperio Sasánida. Dejó así sus ejércitos libres para invadir al Reino Vándalo de África del Norte, muy debilitado y poco arraigado en estos territorios que rápidamente se anexionaron al Imperio. Luego le tocó el turno a los ostrogodos, sumidos en una guerra civil tras la muerte de Teodorico; aunque la recuperación de Dalmacia e Italia para el Imperio no fue tan fácil y costó una larga guerra que asoló estos territorios, vendiendo caro los ostrogodos su desaparición como pueblo. Aprovechando esta situación, los persas rompen su tratado de paz e invaden Mesopotamia y Siria, conquistando Antioquía. La peste frenó su avance y Justiniano pagó nuevamente con dinero y territorios estabilizar ese frente para continuar con sus intervenciones en occidente. Mientras se apagaban los rescoldos de la segunda guerra pérsica y la conquista de Italia, estalló una guerra civil entre los visigodos recientemente desplazados a Hispania. Justiniano decide apoyar a uno de los bandos y de paso hacerse con el control del sureste de la Península Ibérica como paso previo a la reconquista de todo el territorio, lo cual ya no llegó a producirse. El último frente donde lucharon las tropas de Justiniano fue en los Balcanes, frenando las incursiones de los díscolos pueblos eslavos.
En política interna Justiniano el Grande destacó como ferviente defensor del cristianismo ortodoxo, luchando activamente contra el paganismo. La unificación religiosa casaba perfectamente con su idea de unidad imperial, aunque ello costara numerosas revueltas de las distintas minorías que fueron perseguidas. Los obispos no cuestionaron su liderazgo espiritual y a cambio consiguieron numerosos privilegios. En otro orden de cosas, Justiniano llevó a cabo una amplia política de obras públicas y una profunda reforma legislativa. Su talón de Aquiles fue la economía, pues tanto gasto para intentar recuperar la antigua gloria del Imperio no podía llevar a otro lado que a dejar las arcas vacías. Justiniano impuso a sus súbditos opresivos tributos lo cual, sumado a su intransigencia religiosa, provocó una importante revuelta popular, la Niká, que primero consiguió frenar y luego ahogar en sangre. A su muerte, sucesores menos brillantes no fueron capaces de mantener tanta actividad con tan pocos recursos y poco a poco fueron perdiendo lo que tan arduamente había conquistado Justiniano.
domingo, 22 de agosto de 2010
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1 comentario:
Siempre me ha llamado la atención el intento bizantino de recuperar el occidente del imperio. Creo que hasta nuestra ciudad fue uno de sus últimos bastiones, ¿sabéis si hay algún resto?
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